Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Mascareño, A. 2005. Sociología de la felicidad: lo incomunicable. Cinta moebio 23: 176-192

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Sociología de la felicidad: lo incomunicable

Sociology of happiness: the incommunicable

Aldo Mascareño (amascaren@uahurtado.cl) Dr. en Sociología Universidad de Bielefeld. Académico Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Alberto Hurtado (Chile)

Abstract

Since the 17th century, the semantic of the modern society has tried to elaborate a concept of happiness which corresponds with the rise of individualism in a new era that looses its communal sense. In spite of the modernity's attempts to generalize behavior expectations for a happy society (in utilitarianism, Marxism and liberalism), happiness obstinately remained in the individual sphere and became its symbol. Happiness is an experience of alter which cannot be experienced by ego because society -at least until nowadays- has not developed a meaningful symbolic constellation to make probable the communication of happiness and its outside, unhappiness. That is what makes happiness/unhappiness experiences incommunicable in a modern society and solidifies the radical individuality of the individual within it.

Key words: individualism, communication, semantic, symbolic generalized media of communication, double contingency.

Resumen

Desde el siglo XVII la semántica moderna ha intentado perfilar un concepto de felicidad acorde con la emergencia del individualismo de una nueva época que perdía el refugio comunal. A pesar de los intentos de la modernidad por generalizar expectativas de comportamiento para una sociedad feliz (en el utilitarismo, en el marxismo, en el liberalismo), la felicidad se mantuvo obstinadamente en la esfera individual transformándose en su símbolo. La felicidad es una vivencia de alter que no puede ser vivenciada por ego, pues la sociedad -al menos hasta hoy- no ha desarrollado una constelación simbólica significativa para probabilizar la comunicación de la felicidad y de su lado externo, la infelicidad. Esto es lo que hace a la felicidad/infelicidad incomunicables en una sociedad moderna, y afirma a la vez la radicalidad individualidad del individuo en ella.

Palabras clave: individualismo, comunicación, semántica, medios de comunicación simbólicamente generalizados, doble contingencia.

Recibido el 19-08-2005.

I

Las reflexiones siguientes se inician en una doble paradoja: por un lado, se trata de comunicar sobre lo incomunicable, sobre la incomunicabilidad de la felicidad; por otro, la propia escritura comunica que se comunicará sobre lo que no se puede comunicar. Una contradicción performativa, dirían los filósofos del lenguaje. No hay salida; no hay modo de continuar, salvo de este modo. Probablemente haya que callar y reír para comunicar lo incomunicable, pero quién asegura que la risa no es locura, ansia, mofa o diabólica ironía. Sólo el que ríe de felicidad ríe de felicidad, quien lo acompaña, podrá también reír (llorar, gritar, morir) pero por la suya propia, o por otros motivos.

Como los antiguos, podemos, en principio, intentar tratar la paradoja con tautología y suplantar los términos con definiciones, metaforizar la felicidad por ejemplo, por medio del alma, el espíritu, la psique, y permanecer tranquilos hasta que por alguna razón que poco importa la metáfora parezca imprecisa, hasta que la vida nos enseñe un vértice que ella no cubre, y en ese momento comenzar de nuevo el tropo. Mientras, el mundo 'afuera' continúa su curso; ¿y cómo no?, si la tautologización de las paradojas es el camino más fácil para no ver lo que no se quiere ver y, de paso, dejar las cosas como están.

Sucede que cualquier definición es una tautología, y sucede que de tanta tautología, el significado parece hoy disolverse en significante. Ya no se le encuentra a la vuelta de cada esquina: ni en el rincón de la política, donde tan a gusto parecía estar, ni en el de la ciencia, donde huyó luego del desencantamiento, ni en el del sujeto, probablemente porque todos hayan muerto. Quiera el Espíritu Santo que la religión conserve el significado, porque a los hombres simples la única alternativa que les queda para salvarlo de las garras de la metáfora es la felicidad: lo incomunicable, que por incomunicable no se deja metaforizar, sino que vive en sí y para sí misma, sin el doblez de lo que se esconde atrás: "He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola" (Jorge Luis Borges).

Si el significado es incomunicable, si la vida es una alegoría de una vida de la cual sólo su metáfora es vivida, entonces ¿cómo es posible hacer una sociología del significado, una sociología de la felicidad? No es posible. En definitiva, no es posible. Pero ¿qué es 'en definitiva'?, parece ser la indicación de un significado, la paradoja de la imposibilidad necesaria. Si se quiere comunicar sobre lo incomunicable, se debe estar dispuesto a la esquizofrenia de hablar de lo que no se habla, básicamente porque no hay modo de hacerlo, aunque se haga, como ahora lo hacemos. Es decir, esta escritura (toda escritura) es un tropo maldito: afirma que no existe lo que ella misma pone en movimiento.

Entonces se puede no-comunicar sobre la felicidad comunicando sobre ella. Hagámoslo intentando evitar la tautología contenida en formulaciones del tipo 'la felicidad es', que bajo el supuesto epistemológico de un mundo de cosas que guarda mucha ontología (obstáculo epistemológico, diría Gaston Bachelard), se entregan a un desplazamiento sin destino, un desplazamiento a la deriva del propio desplazamiento. Utilicemos mejor ese invento maravilloso de la semántica moderna, esa conciencia infeliz modernizada, como la llama Sloterdijk (1987), el cinismo, para percibir y hacer explícito el error de la comunicación e incorporarlo como forma comunicativa: si la felicidad es incomunicable, hablemos sobre ella.

Para hacerlo, se debe tomar una posición, se debe trazar una distinción que evite la deriva del significante. "Draw a distinction!", formula el matemático inglés Georg Spencer-Brown (1979), un acto constructivo que clava las banderas sólo en un punto y no en otro y que al hacerlo, permite, por un lado, posicionar al observador y, por otro, otorgarle la ficción de un mundo propio coherente y de un entorno contingente. Sistema y entorno dice el sociólogo alemán Niklas Luhmann (1991). Maturana y Varela lo asumen como inevitabilidad: "Cuando un espacio se divide en dos, nace un universo: se define una unidad" (1995:63). Es, de cualquier modo, universo y unidad en la observación del observador, pues el observador mismo permanece fuera de su observación, su exclusión, su autoexclusión, es condición de posibilidad del origen del mundo como universo. Hay que encontrar un punto de observación y describir lo que se ve; pretender más que ello es querer jugar a un juego cuyo nombre ni siquiera se conoce.

Para decir lo que quiero decir, mi punto de observación no es estrictamente la sociología, como el de nadie podría ser la filosofía o la teología, porque esos conceptos designan la unidad de diferencias y ningún mortal puede poner un pie en el Empíreo y otro en el Infero a la vez, por ello Dante los situó tan lejos el uno del otro. Mi punto de observación sociológico -eso sí es posible- es el de la teoría de sistemas sociales autorreferenciales. ¿Por qué ello es relevante?, porque la teoría tiene razones para afirmar la impracticabilidad de la intersubjetividad, por tanto, la imposibilidad de la unidad en la sociedad en torno a la felicidad. Si la felicidad es subjetiva, como queda claro con las transformaciones semánticas de los siglos XVIII y XIX, no existe comuna feliz, sino sólo hombres que oscilan entre la gracia y la desgracia (II). No se trata de la inexistencia de la felicidad como tema de comunicación, sino de la dificultad de una generalización simbólica de ella ante la imposibilidad de concebir la comunicación, en el antiguo estilo, como transmisión de significados codificados compartidos por los participantes bajo la forma de mensaje. 'Comunicación' se entenderá aquí como (re)construcción del mundo de sentido de alter por los medios de ego, en tanto a ambos subyace el principio de la clausura operativa de sus conciencias (III). Con ello, la incomunicabilidad puede parecer aplicable a cualquier tema. En un sentido último, así es, pero la evolución de la sociedad, en especial en los últimos tres siglos ha logrado decantar lo que la teoría denomina medios de comunicación simbólicamente generalizados, los que operan como constelaciones significativas de selectividad coordinada tanto para alter como para ego -en la formulación introducida por Talcott Parsons en su análisis de la doble contingencia (1968). Mediante ellos, es decir, por medio de los medios, a la sociedad le ha sido posible establecer un nexo entre conciencia y comunicación para dar forma a lo que hoy conocemos como política, economía, ciencia, derecho, religión (IV), pero a la vez ha dejado lo no susceptible de generalización simbólica a la esfera individual, confrontando por primera vez al individuo con su más plena y radical individualidad: alter puede vivenciar la felicidad y su suplemento (la infelicidad), pero su expresión en acciones lleva a ego a una heterocomprensión del otro y no a la vivencia de la vivencia del otro: ni la felicidad ni la infelicidad son simbólicamente generalizables, por ello ambas, como unidad de una diferencia, son incomunicables (V).

II

En su Historia Juris Naturalis de 1719, Christian Thomasius es uno de los primeros que en la semántica europea del siglo XVIII desplaza el punto de observación de la felicidad desde el orden natural de Dios al orden de los hombres. Para Thomasius los hombres buscan vivir con felicidad, pero en su esfuerzo por lograrla sobreviene inevitablemente la desgracia, "la escasez y la pobreza, o una vida poco loable y vergonzosa [.] Y así, el hombre mismo es el autor y artífice de toda su infelicidad, en la cual pasa la vida" (1988:37). Continúa el autor: "Pero la causa de esta desgracia no se debe en ningún caso adscribir a Dios, autor de la naturaleza, sino al hombre solo, puesto que Dios ha suministrado y concedido al hombre enseñanzas, medios y fuerzas, en parte naturales y en parte sobrenaturales para que pueda liberarse de esa infelicidad, de modo que pueda imputarse a la pertinacia y a la desidia humana, porque no quiere conocer ni aplicar esas doctrinas, medios y capacidades, o aceptar las que se le ofrecen, sino que por mero capricho las rechaza y casi se puede decir que conculca" (1988:38). Thomasius refleja la notable transformación semántica que logra el siglo XVIII, cuyas consecuencias hoy observamos radicalizadas: un individuo arrojado al mundo nada más que consigo mismo. Un individuo que dejaba de tener a su disposición el 'orden de las cosas', la 'gran cadena del ser' de la Edad Media, aquella que borraba toda posible duda acerca de su posición en el cosmos y del origen divino del mundo, un giro que dos siglos más tarde Emile Durkheim convertiría en teoría sociológica con su idea del origen sacro de la sociedad (1993).

Esta unidad de lo social y lo sacro impedía la emergencia de la felicidad como tema característico de la individualidad. En la sociedad estratificada el estilo de vida es necesario, no es contingente, no hay individualidad que permita hacer una diferencia, no hay posibilidad para el pobre, por honrado y trabajador que fuese, de ascender hacia la cima de la pirámide de los hombres, aunque sí podía caer fuera de ella, si robaba o se enfermaba de lepra. Su única esperanza estaba en la posibilidad de inversión en el Más Allá, el principio legitimatorio de la sociedad estratificada; pero para aspirar a ello, la felicidad no podía encontrarse en la individualidad, sino en la permanencia en el lugar al que se pertenecía y en el cumplimiento de las normas a las que por esa pertenencia se debía responder (1). Esto valía para todos, incluso si se trataba de hombres buenos, como se observa en la estricta labor del promotor fidei o advocatus diaboli, que haría todo por impedir el ingreso del aspirante a santo a la communio santorum.

Según Durkheim (2000), las sociedades de solidaridad mecánica y de una conciencia colectiva altamente extendida y de contenido religioso, como son las sociedades premodernas, no deben entenderse como represión de las pulsiones. En ellas, los hombres aceptan la legitimidad de la obligación y rara vez su conducta normativa descansa en el miedo a la sanción. Hay satisfacción también en el cumplimiento de la norma. Durkheim, seguramente, no habría supuesto en ello la unidad de sociedad y felicidad, pues precisamente construía su teoría en oposición contra este motivo utilitarista del siglo XVIII. Pero la conciencia colectiva en tanto 'sociedad en nosotros', dejaba poco espacio para suponer que el individuo podía ser infeliz si cumplía con los requisitos que ella le planteaba. Bajo el influjo de una fuerte conciencia colectiva, como el que deriva del orden natural de las sociedades estratificadas, la distinción felicidad/infelicidad tiende a absolutizarse, a intemporalizarse, y a ser inobservable al interior de la propia sociedad: feliz sólo se puede estar dentro porque no hay otra posibilidad de estar en la sociedad, pero el que está dentro no ve el lado externo de la felicidad, no se la puede representar como distinción, está epistemológicamente impedido de hacerlo. Sólo el que se mueve hacia los intersticios de la conciencia colectiva, el anómico, podría observar por un segundo la contingencia del mundo, antes de ser devorado por la selva o condenado a vivir por toda la eternidad en las entrañas de un perro (Weber).

La individualización del individuo en el advenimiento de la sociedad moderna, puede contar, en este sentido, como la tercera gran culpa de Occidente, después del peccatum originale y la crucifixión de Cristo, pues ella eliminó el refugio de la felicidad inadvertida de la sociedad tradicional y trasladó la responsabilidad por ella desde las incuestionables e irremontables diferencias de estrato hacia las aptitudes y capacidades del self; transformó la melancolía del orden imperecedero de la sociedad estratificada en la nostalgia individualizada de las sociedades modernas (Rodríguez 1990). La moral del siglo XVII, en todo caso, ya había introducido las bases de esta individualización mediante la figura semántico-religiosa del control de las pasiones (Luhmann 1993); el siglo XVIII, en tanto, construyó el concepto de razón, que prometía la posibilidad de comenzar a organizar la vida en función de una inclinación individual a la felicidad (Luhmann 1993). Thomasius llamaba a esta razón aún no plenamente secularizada, la 'luz natural', aquella que "muestra al hombre los medios con los que puede vencer esta desgracia y pasar a una situación de felicidad con respecto a esta vida [.] y sin una colaboración especial de la gracia sobrenatural" (Thomasius 1988: 39).

Esta protosecularización de la sociedad con medios antiguos hizo necesario reafirmar la imposibilidad del hombre de comprender los caminos del Espíritu Santo; la vida se hacía demasiado contingente para que a cada acción y a cada vivencia se le tuviera que construir la genealogía de su origen divino. Sin embargo, la semántica de inicios del siglo XVIII seguía exigiendo la unidad no contradictoria entre la luz natural de la felicidad temporal y la luz sobrenatural de la felicidad eterna: "Dios ha concedido al hombre dos luces para obtener estas dos felicidades; ciertamente tienen muchas diferencias también, pero nunca se contradicen o pueden contraponerse" (Thomasius 1988: 41). La época es la expresión de una tensión entre el antiguo y el nuevo orden.

Una autonomización más radical del individuo tiene como antecedente la diversificación confesional del sistema religioso en la primera mitad del siglo XVIII, especialmente en el puritanismo y el pietismo. La relación del individuo con Dios sufre un proceso de desinstitucionalización, lo que radicaliza su soledad. Como es sabido, Max Weber ha vinculado esto con el origen del espíritu capitalista, es decir, con la emergencia de uno de los pilares de la modernidad (Weber 2003), aunque por cierto son los utilitaristas en el siglo XVIII los que ven en la individualidad representada en la felicidad la primera forma secular de bienestar general: "la mejor acción es aquella que procura la mayor felicidad al mayor número y la peor acción la que, del mismo modo, otorga miseria" (Hutcheson 1725). La nueva época había logrado un resultado paradójico: que la felicidad del individuo se transformara en un principio de socialidad aparentemente generalizable. Con ello, la sociedad comienza a ser mirada desde el punto de vista del individuo: su felicidad puede traducirse en felicidad de la sociedad, siempre y cuando una mayoría sea feliz. Al respecto señala Luhmann: "Sobre esta base se asocia la autorreferencia con felicidad y finalmente con sensaciones agradables. Felicidad y placer participan al mismo tiempo en la universalidad antropológica de la autorreferencia y son extraídas [herausabstrahiert] del sistema de estratos [.] La felicidad se transforma en la primera fórmula de inclusión de la sociedad moderna, en el primer postulado de la incorporación [Einbeziehung] de la población entera en oportunidades de vida incrementadas a través de socialidad" (Luhmann 1993:141).

La felicidad como fórmula de inclusión social presuponía una nueva comprensión de la temporalidad, presuponía la contingencia del futuro, la posibilidad para todos por igual, de que el futuro fuera distinto a lo que era el presente. El orden naturalizado de la sociedad estratificada estaba impedido de una concepción de este tipo: el paso del tiempo no permite que el siervo pueda llegar a ser rey. La felicidad, por tanto, sólo podía concebirse como satisfacción de pertenencia a la 'gran cadena del ser', en el sentido durkheimiano en que lo hemos expuesto más arriba, o como felicidad en el Más Allá, donde la vida se invierte. Sólo una sociedad individualizada, como aquella que emerge en el siglo XVIII bajo la concepción utilitarista y que se afianza con el fin de la estratificación, puede entender la felicidad como fórmula de inclusión. Lo hace, en todo caso, de manera paradójica: sitúa la felicidad como horizonte en una concepción del tiempo en la que el futuro se observa siempre desde el presente. En otras palabras, el futuro se vuelve inalcanzable. Por otro lado, concibe la felicidad de la sociedad como la resultante del logro de la felicidad de cada individuo por separado (2). En otras palabras, si no es a través de los individuos, la sociedad se vuelve inalcanzable (3).

Esta imposibilidad del futuro y de la sociedad refuerzan la idea de individuo e individualidad en dos aspectos: respectivamente como valorización del presente y como valorización de la interioridad psíquica y de la corporalidad. En el primer caso, la sobreproducción de posibilidades que traía consigo el fin de la estratificación significó que ningún individuo pudiese tener control sobre todas las alternativas que se le ponían a disposición. El tiempo se hizo escaso y el presente efímero, de manera tal que cuando se miraba hacia el pasado una sensación de tristeza debía predominar ante la inevitabilidad de las posibilidades perdidas. La nostalgia captura este campo significativo en el siglo XIX, como lo ha afirmado D. Rodríguez: "Derivado de este intento de mantener una contingencia que ya no puede ser revitalizada, se encuentra en la nostalgia un importante componente de tristeza, de ya no es posible. Esta tristeza [.] va acompañada de una sobrevaloración de las posibilidades pasadas, de donde se desprende el sabor agridulce de la reminiscencia nostálgica: si bien ya no es posible, pudo haber sido" (Rodríguez 1990: 25). Por ello el presente se hace tan relevante, pues en él se trazan las selecciones que condicionan la felicidad futura. Así, la felicidad utilitarista necesitaba situarse en un futuro inalcanzable para operar en el presente como condición de posibilidad de su propia existencia posterior.

En el segundo caso, la valorización de la interioridad psíquica y de la corporalidad que surgen producto de la traslación de la felicidad desde el orden natural hacia el individuo, se expresa en la emergencia del amor romántico y del amor pasional, un amor individualizado que no está atado a consideraciones de alianza político-económica de la sociedad estratificada (4), un amor para y por sí mismo, como se expresa en una de las primeras novelas románticas de la modernidad, Die Leiden des jungen Werther, de Goethe: "Ich habe so viel und die Empfindung an ihr verschlingt alles, ich habe so viel und ohne sie wird mir alles zu Nichts" (5), escribe Werther en su diario el 27 de octubre de 1772; un amor por el cual luego llegaría a morir. Ello es únicamente posible cuando el individuo se ha liberado de los gremios, de la obediencia ciega al monarca y a los dogmas de la iglesia y vive su individualidad en el sentimiento. Por ello la sociedad sólo puede ser entendida como articulación de individualidades al modo utilitarista, pues la gran comunidad natural que condensaba la unidad del mundo se encontraba en inexorable disolución.

Pero el organicismo del siglo XIX y su principio fundante: el todo es más que la suma de las partes, no permitirían que esta paradoja de una sociedad compuesta de individuos autorreferentes continuara por mucho tiempo. La novela de Mary Shelley lo había advertido con dramatismo. Si el engendro de Frankenstein no adquiría vida al juntar piernas, brazos, tronco y cabeza, si faltaba el destello de los dioses para darle su unidad, entonces hay un 'algo' que no se reduce a las partes. La sociedad es emergencia, no la suma de individuos, no la suma de felicidades o infelicidades. Es un organismo de cuerpos diferenciados relacionados por funciones interdependientes, dirá Spencer (1851). Con ello, los individuos conquistaron mayor individualidad y la felicidad se transformó en el símbolo de su autorreferencia y autonomía, dejó de ser la medida de socialidad con la que había sido investida en el siglo XVIII. Goethe captó este emergente espíritu en su época de modo magistral en cortas líneas:

Die stille Freude wollt ihr stören?
Lasst mich bei meinem Becher Wein
Mit andern kann man sich belehren,
Begeistert wird man nur allein (6).

La felicidad, la alegría, el amor, así como sus opuestos, la miseria, el llanto, la soledad, quedaron instalados en lo más recóndito del individuo, en su autorreferencia, la que comenzó a recibir el nombre de identidad para indicar la unidad de organización y autocomprensión del sí mismo y el hecho fundamental que era algo distinto de la sociedad (Luhmann 1998:149-258). Ella mientras desarrollaba instituciones crecientemente autónomas y semánticas diferenciadas que marcaban más fuertemente la soledad de la individualidad y que la hacían insoportable para los hombres, insoportable en tanto resultado de lo efímero de la existencia frente a la sobreproducción de posibilidades que se instalaba en la sociedad moderna. Insoportable y de tal modo irreductible que la única comunión que parecía posible era aquella del yo con el propio espíritu, como lo expresara Baudelaire en Las flores del mal:

Mon esprit, tu te meus avec agilité,
Et, comme un bon nageur qui se pâme dans l'onde,
Tu sillonnes gaiement l'immensité profonde
Avec une indicible et mâle volupté.

Envole-toi bien loin de ces miasmes morbides;
Va te purifier dans l'air supérieur,
Et bois, comme une pure et divine liqueur,
Le feu clair qui remplit les espaces limpides.

Derrière les ennuis et les vastes chagrins
Qui chargent de leur poids l'existence brumeuse,
Heureux celui qui peut d'une aile vigoureuse
S'élancer vers les champs lumineux et sereins (7).

Para mitigar este dolor de la existencia brumosa y evitar la individuación de la sociedad, el siglo XIX perfeccionó los mecanismos que permitían conectar a los individuos con el mundo social vía socialización, es decir, vía transmisión de lo importante -en la formulación de la teoría clásica (Durkheim 1975). Sin embargo, la ya declarada autorreferencia del individuo le estableció sus límites: se aprende lo que la individualidad puede aprender, la socialización sólo puede ser autosocialización. Es decir, mientras más contacto hay con la sociedad, más individualizado queda el individuo, más suya es su felicidad o infelicidad, su dicha o su tragedia. La idea de transmisión que subyace al principio de socialización y que pretendía ser una rienda que mantuviera a los individuos al alcance, comenzó a presentar problemas. Se habló de anomia y conducta desviada para indicar a aquellos a los que la transmisión les había llegado defectuosa. Hoy en cambio se habla de alteridad. Ello requiere mirar de otro modo la forma que adopta la comunicación en la sociedad moderna.

III

Si la felicidad es incomunicable es porque la estructura de la comunicación entre individuos autorreferentes (sistemas psíquicos) no acepta transferencias. Para instancias autorreferentes, no es útil el esquema clásico de comunicación de Shannon y Weaver emisor => canal/mensaje => receptor, como tampoco el sentido metafórico de una transmisión de información en la que el emisor entrega algo que el receptor gana (Shannon y Weaver 1949). Comunicación es más bien una unidad de tres cifras: selección de información (Information) - conducta de notificación (Mitteilung) - comprensión (Verstehen), que sólo emerge como unidad con la tercera cifra. Es decir, sólo cuando alguien comprende hay comunicación. Tal comprensión, además, no está supeditada a una asociación empática de quienes comunican, sino que depende de la construcción del observador y puede estructurarse sobre la aceptación o el rechazo de la notificación (8).

Para graficar este proceso es necesario distinguir entre al menos dos participantes (se trate de sistemas psíquicos o sociales): alter y ego. El primero selecciona una información y la acopla a una conducta de notificación también seleccionada; el segundo, por su propia capacidad de observación del entorno, selecciona tal conducta de notificación como algo relevante para sí mismo y la distingue del contenido informativo asociado por alter a ella: "Lo decisivo es que la tercera selección se pueda basar en la diferenciación entre la información y su notificación" (9). Si ego traza esta distinción emerge la comunicación como unidad de tres cifras. El esquema siguiente expresa este proceso gráficamente:

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Varias cosas se dicen con esto. En primer lugar, tanto ego como alter operan con versiones propias de la comunicación: se trata, en este sentido, de sistemas operativamente clausurados (sistemas de conciencia o sistemas funcionales), es decir, sistemas reflexivos que se observan a sí mismos y al entorno por medio de sus propias distinciones (10). En segundo lugar, se deriva de esta interpretación que lo que ego comprende no está determinado ni por la conducta de notificación de alter ni por el contenido informativo que el propio alter ha asociado a él (mensaje en la antigua fórmula), sino por lo que a ego le parece relevante en virtud de sus propias determinaciones. Siendo así -en tercer lugar- lo resultante de la distinción que ego traza entre selección de información y conducta de notificación (si/cn en el esquema) sólo por casualidad puede ser idéntica a la distinción que alter ha previamente realizado para entrar al proceso comunicativo; dado que nadie puede observar con distinciones ajenas, ego reconstruye con su propio repertorio -y al interior de sí mismo, habría que agregar, aunque no puede ser de otro modo- lo que alter quiso expresar. Producto de ello -en cuarto lugar- la comunicación no se orienta por ni culmina con el entendimiento intersubjetivo de los hablantes, como si ambos compartieran un mismo significado en sus respectivas autorreferencias, sino que se consuma cuando ego reconstruye la distinción entre información y conducta de notificación (si/nc) que antes alter había propuesto bajo sus propios términos. Finalmente, la única forma de constatar que la comunicación ha sido comprendida, es que ego acepte o rechace la oferta comunicativa de alter mediante una conducta de notificación que vuelve al ego del esquema en un alter y a alter en ego, cuya única posibilidad es hacer lo mismo que antes había hecho el ego original: observar la conducta de notificación de alter y reconstruir la distinción entre información y conducta de notificación. De ahí la afirmación de Luhmann: "Si a una acción comunicativa le sigue otra, se prueba con ello si la comunicación anterior ha sido comprendida" (Luhmann 1991:156).

Dos conclusiones generales pueden derivarse de esto: la primera es teórica e indica que la comunicación fluye en un sentido de temporalidad inversa al de la antigua teoría del emisor => canal/mensaje => receptor; su direccionalidad es ahora la contraria: información/notificación(alter) <= comprensión(ego), pues es ego el que completa-construye-atribuye aquello acerca de lo cual la comunicación trata. La segunda conclusión es que tanto la aceptación o el rechazo de una comunicación suponen su comprensión; no su comprensión empática, no su comprensión como concordancia vis á vis del contenido informativo de la comunicación en alter y en ego, sino comprensión como constatación de que a la oferta comunicativa de alter sigue una oferta comunicativa de ego que reconstruye la primera. El efecto comunicativo es sólo pragmático; no hay nada sustantivo en la comunicación que pueda estar al mismo tiempo en dos conciencias (11). No hay fusión de horizontes.

No se puede destacar poco la novedad de esta forma de presentar la comunicación cuando a la base están unidades autorreferenciales en forma de individuos. Hans Georg Gadamer, probablemente quien más lejos llevó el problema de la comprensión en el siglo XX, habla de la comprensión como un desplazarse con uno mismo, con el propio horizonte, hacia la situación que se quiere comprender: "Este desplazarse no es ni empatía de una individualidad en la otra, ni sumisión del otro bajo los propios patrones; por el contrario, significa siempre un ascenso hacia una generalidad superior, que rebasa tanto la particularidad propia como la del otro [.] El horizonte del presente no se forma pues al margen del pasado. Ni existe un horizonte del presente en sí mismo ni hay horizontes históricos que hubiera que ganar. Comprender es siempre el proceso de fusión de estos presuntos 'horizontes para sí mismos' " (1993: 375-377). Gadamer reconoce la imposibilidad que la hermenéutica antigua presuponía: situarse en los motivos del autor, pero le exige a la autorreferencia individual algo así como estar en el otro con uno mismo, sin identificarse, pero ocupando el mismo lugar. Bajo esta forma, la vivencia simultánea de la felicidad, es decir, la sociabilidad de la felicidad, aún podría parecer posible.

Un movimiento homólogo en el campo de la sociología es el que intenta la tradición fenomenológica bajo el concepto de intersubjetividad. Ella tiene como condición una actitud natural que se caracteriza porque el mundo que ego acepta como dado también es aceptado por alter como tal. Ahí emerge el Nosotros fundamental de la intersubjetividad: "El mundo de la vida no es mi mundo privado ni tu mundo privado, ni el tuyo ni el mío sumados, sino el mundo de nuestra experiencia común" (Shütz y Luckmann 1973:82). La felicidad aún podría encontrar un refugio de socialidad ahí, siempre y cuando ego y alter experimentaran juntos su felicidad.

Pero el estatuto de la intersubjetividad, sea como fusión de horizontes o como relación Nosotros, siempre ha sido problemático, pues la intersubjetividad designa una continuidad en aquello que necesariamente debe permanecer separado para que exista un 'inter'. La intersubjetividad anula al sujeto cuando se afirma su existencia; y si anula al sujeto, la propia intersubjetividad se hace dudosa, pues ya no hay nada respecto de lo cual se pueda decir que la intersubjetividad está 'entre'. Por ello, la teoría de sistemas ha preferido hablar de niveles de emergencia, con lo que se conserva la clausura operativa de alter y ego, condición fundamental para que ambos contribuyan a la emergencia de la comunicación.

La clausura operativa de la conciencia, esto es, que la conciencia, desde un momento actual pleno de contenido deba pasar de un pensamiento a otro en el momento siguiente (Luhmann 1985), hace impracticable la idea de una fusión de horizontes o de la intersubjetividad y evita que alguien pueda pensar con los pensamientos de otro o pueda sentir con los sentimientos de otro. Bajo estas condiciones, no puede haber experiencia común de la felicidad compartida por alter y ego. Sólo gracias a esta clausura, la conciencia puede conservar su individualidad y desarrollar su apertura cognitiva, esto es, orientarse hacia el exterior desde su propia autorreferencia. Puesto en otros términos: la imposibilidad de la felicidad común es condición de posibilidad de la felicidad individual.

Esto no quiere decir, sin embargo, que no haya sentimientos cuya socialidad está asegurada: el amor por ejemplo, el cuidado del otro en el marco de las relaciones íntimas. Responder por qué la felicidad no lo está, requiere de un nuevo rodeo por la teoría de los medios de comunicación simbólicamente generalizados.

IV

Una teoría de la sociedad como comunicación que sitúa al individuo en el entorno de ella y por tanto en el entorno de la sociedad, debe partir constatando el hecho del acoplamiento estructural entre ambas instancias: "Sin conciencia la comunicación es imposible" (1997:103), indica Luhmann. Sea porque sólo la conciencia puede percibir y ni la comunicación escrita o la hablada funcionan sin percepción, sea porque el procesamiento de la diferencia entre conducta de notificación y comprensión puede ser corregido por alter si se observan problemas de atención por ejemplo, sea porque sólo la conciencia puede aportar temas (variación) a la comunicación que de todos modos pueden ser aceptados o rechazados por ella, conciencia y comunicación deben ser entendidos como un equivalente de la diferencia entre sistema y entorno, es decir, no hay sistema sin entorno, no hay comunicación (sociedad) sin conciencia (individuo).

Sin embargo, a pesar de todo ello, la conciencia no es el sujeto de la comunicación, tampoco su portador (Träger) ni su activador, en el sentido de una cadena de acontecimientos sucesivos de pensamiento-habla-pensamiento-habla-etc. A la comunicación contribuyen en todo momento distintos sistemas de conciencia, pero como unidad, ella no puede ser atribuida a ninguno en particular (Luhmann 1997:103). Es esta separación permanentemente integrada (acoplamiento estructural) de conciencia y comunicación, de individuo y sociedad, la que ha permitido que la sociedad moderna incremente su complejidad y variedad mientras el individuo subsiste a su lado como instancia única e irrepetible. De esta compleja relación evolutiva ha derivado la formación de sistemas sociales y el decantamiento de lo que hemos denominado medios de comunicación simbólicamente generalizados, esto es, constelaciones significativas de selectividad coordinada que posibilitan entendimientos comunes, expectativas complementarias y temas determinables (Luhmann 1997:316 y ss), a saber: la verdad, el amor, la propiedad, el dinero, el arte, el poder, la validez legal (12).

Si la teoría de los medios permite integrar en un campo problemático conciencia y comunicación para dar cuenta, por un lado, de la constitución de la sociedad moderna y para indicar a la vez qué permanece en la conciencia, es necesario entonces comenzar el análisis con la representación de dos conciencias, el mínimo necesario para la comunicación. Las figuras de alter y ego han servido a este propósito. Hemos dicho de ellas que se trata de instancias autorreferenciales de funcionamiento operativamente clausurado y que al menos desde fines del siglo XVIII se autodescriben bajo la semántica de la individualidad y la identidad como unidad de sus diferencias internas. Esta individualidad y la clausura operativa de la conciencia es lo que exige partir de la improbabilidad de que la selección de una conciencia coincida con la selección de otra. Parsons llamó a esto doble contingencia: la gratificación de ego es contingente en relación a la acción que alter elige (Parsons 1995).

Desde la filosofía escolástica la contingencia había quedado indicada como la primacía de la voluntad sobre el entendimiento, lo que referido a Dios, significaba que las cosas podrían ser de otro modo si Dios así lo quisiera (De Vries 1980). La contingencia se interpretó entonces como la posibilidad de no ser, una negación que no se refería a la posibilidad sino a la selección que decide entre ser de algo y no ser de otra cosa (Luhmann 1998b). Doble contingencia en este caso significa duplicación del potencial de selección/negación de otras posibilidades, lo que hace la selectividad de alter selectivamente disponible para ego. Esta duplicación, de cualquier modo, está significativamente organizada, ego debe reconocer a alter como un otro en el mundo, debe reconocer lo que Habermas llamaría las pretensiones de validez del hablante sobre la base del sentido (Sinn) como horizonte último de selección (Habermas 1990). De este modo, la contingencia es subjetiva y a la vez universal.

A partir de este punto ya se puede captar la separación permanentemente integrada (acoplamiento estructural) de conciencia y comunicación: la subjetividad se mantiene a pesar de la universalidad del horizonte de sentido, esa categoría filosófica que desde Husserl en adelante cobró una importancia radical para las ciencias sociales contemporáneas (13). Pero el sentido en sí es demasiado laxo para motivar la subjetividad a selecciones compartidas y coordinadas que permitan explicar el tipo de sociedad que hoy tenemos. Se requiere de un mecanismo especializado en ello.

Las respuestas de la teoría social del siglo XX frente a esto han sido diversas. La fenomenología puso su acento en el sujeto mismo como origen de las atribuciones de sentido y propuso el concepto de intersubjetividad para indicar lo social y de paso contradecirse a sí misma sin perder su sello (14). El sujeto ciertamente dispone, e incluso se podría llegar a decir, controla posibilidades de selección, pero vive en un mundo infinitas alternativas que no puede evaluar por sí mismo y menos seleccionar. Frente a ello, no parece posible confiar en el sujeto para explicar la emergencia de la sociedad.

La filosofía del lenguaje, por su parte, vio en la teoría de los actos de habla un modo de unir conciencia y comunicación y situó en el lenguaje la potencialidad para realizar tal acto. Había, según Austin, un tipo de acto de habla ilocucionario que no sólo decía lo que decía, sino que también expresaba un compromiso, es decir, una oferta de relación interpersonal ('te prometo que mañana vengo'), y otro perlocucionario que interpela al otro de modo directo ('te advierto que no puedes renunciar') (Austin 1990). El problema con el lenguaje parece ser, sin embargo, que sólo es un soporte de motivaciones y no la fuente desde la cual ellas emanan ni la constelación significativa donde se legitiman. El lenguaje puede aceptar o rechazar comunicaciones, puede expresar compromisos o intenciones, pero en las articulaciones lingüísticas no están las motivaciones. El error de la filosofía del lenguaje y de su versión para la televisión, la ontología del lenguaje (15), reside en no trazar la distinción entre lenguaje y sentido radicalmente.

Una tercera solución al problema de la separación permanentemente integrada de conciencia y comunicación, es la que ha dado la teoría sociológica del siglo XX bajo el concepto de norma. Pueden incluirse en esta tradición Durkheim, Merton, Parsons. La conciencia coevoluciona con la comunicación en tanto el individuo internaliza la norma cultural y la sociedad la transforma en institución (16). Esta solución resolvería el problema de la motivación si no fuese en sí misma paradójica, pues con ella subsiste la pregunta por lo que da origen y legitimación a la norma. Bajo este punto de vista se podría incluso llegar al absurdo de presuponer la existencia de la sociedad (norma) antes de que la sociedad exista (relaciones normativas de internalización e institucionalización) (17); o la otra alternativa es que no se quiera renunciar al origen divino o trascendente de la norma, algo que, como ya vimos, el siglo XVIII descartó cuando situó al individuo en la posición que ocupaban los rangos de la sociedad estratificada en la comprensión de la sociedad como un todo.

Ni sujeto, ni lenguaje, ni norma. Los medios de comunicación simbólicamente generalizados constituyen un equivalente funcional de estas alternativas y a la vez las incluye, una Aufhebung en el más hegeliano de los sentidos. Puesto esquemáticamente, los medios permiten desarrollar los rendimientos siguientes (18):

Combinan selección y motivación de alter y ego y las transforman en un resultado que es superior y exterior a ambos: la sociedad, la cual en todo caso sucumbiría sin este acoplamiento, sin esta separación permanentemente integrada de conciencia y comunicación.

Ganan terreno para la sociedad al inducir la aceptación del medio para tratar nuevos temas o temas antiguos de manera distinta, por ejemplo, promoviendo la regulación legal del uso de nuevas tecnologías o solidarizando las relaciones económicas por medio de fórmulas como la responsabilidad social.

Transforman probabilidades de negación en probabilidades de aceptación mediante una técnica de codificación binaria que recogen del lenguaje (aceptación/rechazo, sí/no) y que separa el medio en un valor positivo y un valor negativo. El valor positivo indica la motivación al uso del medio, por ejemplo: pagar con dinero si se quiere utilizar un bien que no se dispone, o confiar en el conocimiento verdadero de otro, si el otro cumple con las exigencias del sistema científico. El valor negativo indica la motivación al rechazo de otras alternativas para las mismas constelaciones, por ejemplo: robar para obtener el bien o la introspección para acceder al conocimiento.

En el transcurso de la evolución social, en especial en los últimos tres siglos, la diferenciación de los medios simbólicos ha provocado una diferenciación de sistemas de modo tal que cada sistema se ha especializado, por medio de su estructura social (procedimientos) y su semántica (legitimaciones), en la motivación de la selección de un medio específico para la constelación significativa de que se trate: el uso del dinero en economía, el poder en la política, la validez legal en el derecho, la verdad en la ciencia, el amor en la esfera de las relaciones íntimas. El punto es ahora, cómo se logra esa motivación de la conciencia a un uso diferenciado de los medios frente a la cual el sujeto, el lenguaje y la norma son insuficientes.

La individualidad del individuo tiene básicamente dos y sólo dos modos de elaborar su clausura operativa: la vivencia y la acción (19). La primera consiste en observar por medio de la conciencia (cómo si no) el pensamiento propio como vivencia interna y la segunda radica en observar también por medio de la conciencia la corporalidad bajo la forma de la acción. Puesto que se trata de alter y de ego, es decir, de doble contingencia, ego puede atribuir vivencias y acciones a alter y viceversa, pero lo que ninguno de los dos puede hacer es actuar con las acciones del otro ni vivenciar con las vivencias del otro. Bajo estas condiciones, según se trate de una vivencia o de una acción de alter o de ego, las motivaciones al uso de los medios simbólicos se construyen de manera diferenciada. El esquema siguiente refleja las posibilidades combinatorias (20). Su forma de lectura siempre va de alter a ego, aunque es ego el que cierra el proceso comunicativo, como lo vimos en III:

tabla

Topológicamente se puede representar ahora la separación permanentemente integrada que supone el acoplamiento estructural entre conciencia y comunicación: los cuatro espacios interiores constituyen la sociedad con sus medios simbólicos y sistemas diferenciados, es decir, el orden emergente de la comunicación. Los espacios exteriores en tanto, esto es, las posibilidades de vivencia y acción de alter y ego, se reservan para los individuos con su potencial de selección en el entorno de la sociedad. El acoplamiento tiene lugar entonces por la motivación al uso del medio que la construcción de sistemas promueve ante la conciencia individual (comunicación => conciencia) y la selección de temas en la sociedad que alter y ego realizan a través de sus vivencias o acciones además de la atribución de vivencias y acciones a otros (conciencia => comunicación).

Los sistemas que evolutivamente se forman bajo la selección de estos medios son la ciencia en torno al medio verdad, la religión en función de cierto tipo de valores, la familia o el sistema de la intimidad en torno al amor, la economía en la constelación del dinero, el sistema del arte en relación a lo que es calificado de artístico, la política en el medio del poder y el derecho en el espacio de la validez legal. Se observa a primera vista la ausencia de algunos sistemas con pretensiones de diferenciación: la educación, la salud, el deporte, la solidaridad, los medios de comunicación de masas. No parece haber un medio simbólico decantado para estos casos, aunque de todos modos codifican su función (informar/no-informar, entretener/no-entretener en el caso de los medios de comunicación de masas por ejemplo, colaborar/no-colaborar en el caso de la solidaridad). El tratamiento de cada uno de estos problemas puede quedar, no obstante, para otra oportunidad. Por ello de ningún modo, el catálogo de medios puede darse por concluido. La sociedad evoluciona. Ahora mismo nuevas constelaciones significativas puede estar emergiendo u otras disolviéndose. Es decir, la sociedad de hoy no será la de mañana ni fue la de ayer y, por otro lado, nuevos temas se comunican y temas antiguos se vuelven incomunicables, como el que en estas páginas nos interesa.

V

Parece difícil concebir la felicidad primeramente como una acción. Cualquier comprensión de ella en esos términos supone atribuir felicidad a la acción de que se trate, lo que en sí mismo es ya una atribución de vivencia al otro que viene a justificar la felicidad de su acción feliz. En tal sentido, la felicidad se entiende en último término como vivencia. Por tanto, las probabilidades de comunicación de la felicidad debieran encontrarse en las constelaciones superiores del esquema anterior: vivencia de alter/vivencia de ego, vivencia de alter/acción de ego, es decir, en las constelaciones significativas de los medios verdad, valores y amor. Con esto se puede establecer una primera constatación: la felicidad es originalmente una vivencia de alter, alter no la puede observar en ego, salvo que la atribuya a una acción, pero ello no podría obviar el hecho de que, en ese caso, se trataría de alter vivenciando que vivencia una vivencia de ego y no de alter vivenciando la vivencia de ego. Es decir, la felicidad que ego experimenta permanecería en su conciencia. Tendríamos la misma constatación, pero con signo contrario.

Si la felicidad es una vivencia de alter, para que la felicidad fuese comunicable, es decir, para que fuese parte de la sociedad, alter debería poder esperar que su felicidad desencadenara una vivencia (constelación verdad-valores) o una acción en ego (constelación amor) que pudiese interpretarse como conectada con su propia vivencia. Esto supondría, en el primer caso, que alter debiese esperar una confirmación de su vivencia por la aceptación de su felicidad como vivencia de ego. En el segundo caso, alter debiese esperar de ego una conducta confirmatoria que le indicara a alter no sólo el reconocimiento de su felicidad, sino también que ego es feliz porque alter lo es, sin que ello se confunda, por ejemplo, con amor.

Si nos situamos en la primera de estas constelaciones, vivencia de alter/vivencia de ego, observaremos que el sistema de la ciencia ha desarrollado evolutivamente, en especial en los últimos tres siglos, todo un arsenal de métodos y teorías que evitan que ego deba reproducir los procesos cognitivos o investigativos de alter (sus vivencias) cuando ego adopta un conocimiento que de ese modo se califica como científico. La reiteración de ello crea un alto valor conectivo que se estructura en el sistema de la ciencia. Con ello, ego no debe andar con sus instrumentos de medición de la capa de ozono cuando se expone al sol, en lugar de eso, confía en la información que dispone de un alter indeterminado, y usa protector solar. Ir al médico es una 'entrega' sólo posible porque se vivencia la verdad de la vivencia científica del otro (el médico), la que se presupone asegurada en las investigaciones y conocimientos que éste ha adquirido (21).

¿Podría existir algo similar para la felicidad? En la actualidad al menos no. No hay disponible un mecanismo diferenciado y menos un sistema que permita reproducir la vivencia de la felicidad vicariamente. Deberíamos pensar en lo impensable para construirlo, en algo que parecería más un cuento de Borges que teoría de la sociedad, en algo así como lo que toda la humanidad ha buscado desde que la felicidad se transformó en el símbolo de la autorreferencia del individuo en el siglo XVIII: una receta para ser feliz encontrada en un sótano de Buenos Aires al lado del Aleph. La receta tendría que incluir procedimientos que alter debiera aplicar para alcanzar la felicidad y a los que ego pudiera confiar la autenticidad de la vivencia de alter cuando supiera que alter los aplicó para construir su felicidad. Se trataría de un equivalente funcional de los métodos y teorías de la ciencia: alguien comunicaría su vivencia de felicidad y un sistema social con siglos de evolución nos haría sentir felices sin preguntarnos porqué. Sabemos que no hay algo así en la sociedad contemporánea y no parece que lo vaya a haber muy pronto, al menos mientras no se encuentre el Aleph.

Los valores no han estado en una situación muy distinta a la descrita recién para la felicidad, es decir, coordinan vivencias, pero no han logrado los niveles de especificidad que alcanzó la verdad a través de la diferenciación del sistema científico. En la práctica, la diferenciación de la ciencia introdujo en la semántica del siglo XIX la diferencia verdad/valor. Max Weber la representó magistralmente como la distinción entre juicios de hecho y juicios de valor y concluyó que ningún valor podía ser derivado de la verdad científica (Weber 1968). Así, los valores debieron buscar su propio espacio y al parecer lo encontraron como presupuestos implícitos de la comunicación que evitan ser indicados de manera directa para no provocar un alto en el proceso ante el encuentro de valores opuestos (22). Precisamente por ello no remiten a acciones, requieren permanecer ocultos, pero por eso también no pueden vincular con mayor fuerza.

La semántica moderna de la felicidad asociada a la autorreferencia del individuo, pareciera encontrarse en una situación similar: no remite a acciones específicas y permanece oculta a la comunicación. No indica preferencias por la naturaleza de la felicidad que esté en juego. Se puede ser feliz en dictadura o en democracia, con una familia ejemplar o sin ella, como religioso o como agnóstico -aunque según los hallazgos de Durkheim, habría más suicidas entre los agnósticos que entre los religiosos (Durkheim 2004). Los valores son preferencias incondicionales que agrupan a los individuos a un lado o al otro en la distinción; la felicidad por sí sola puede únicamente abogar por sí misma, es pura autorreferencia, es individualidad autárquica no comunicable. Los valores unen, son simbólicos; la felicidad separa, es diabólica. Si se es más feliz en dictadura o en democracia es una cuestión de valor que no se responde por la felicidad; ésta es sólo una preocupación posterior una vez que se ha decidido valóricamente (o por otros motivos: dinero, poder, amor, verdad) qué hacer.

Pero puede ser también que la felicidad aparezca en la segunda constelación vivencia de alter/acción de ego, la constelación del amor. Para todos los efectos, el amor no debe ser entendido en este análisis como un sentimiento. Ello supondría calificarlo como una vivencia a secas, sin posibilidad de coordinación con ego por la vía de la acción, como sucede en este caso. El amor es, en este sentido, un medio simbólico que se especializa en el tratamiento de las relaciones íntimas. Su problema consiste en postular "que más allá del mundo anónimo de la verdad y los valores se pueda encontrar acuerdo y apoyo para la propia visión de mundo" (Luhmann 1997 :345). La constelación del amor abre una puerta que ningún otro sistema abre: en ella se trata claramente del individuo como persona, no como un otro generalizado en el sentido de Mead o como un alterego anónimo en el sentido de Parsons y Luhmann. En el amor la individualidad adquiere relevancia. Las indicaciones objetivas como los méritos, la belleza o la virtud quedan descartadas pues remiten a generalizaciones que pueden distraer de lo que realmente importa, esto es, el individuo: "El medio se sirve de la persona. Hay que conocerla lo mejor posible para poder comprenderla e incluso adivinarla [.] El apoyo necesario para lograr esa comprensión se consigue definitivamente sólo de la propia persona y no de su naturaleza o de su moral" (Luhmann 1985b:26-7).

En esta constelación, alter vivencia una vivencia propia e irrepetible de su propia visión de mundo y si ego corresponde esa vivencia, debe ratificarla en términos de una acción que satisfaga las expectativas de la vivencia de alter. Ego debe confirmar a alter en su individualidad. No se trata de un proyecto consensual que busque 'comunicación total', no pretende reciprocidad de actos satisfactorios ni predisposición a cumplir los deseos del otro, ello rompería la condición de un amor basado en la individualidad. Se trata de la búsqueda de una continua confirmación del self por vías distintas al self, lo que siempre puede ser problemático, pues ratificar con una acción la vivencia de alter, puede confirmar una visión que al propio alter no le agrade. El amor, por tanto, no asegura felicidad: "La aceptación de esta vivencia puede suponer tanto contento como amargura, según la postura de cada cual respecto del amor" (Luhmann 1985b:138). La felicidad es transversal al amor, como en el caso anterior lo era frente a los valores.

Si la felicidad es el símbolo de la autorreferencia individual, si es una preferencia incondicional por sí misma, pareciera ser que la confirmación de alter por una acción de ego ratifica esa autorreferencia individual de la felicidad. Se podría decir: amar es hacer feliz al otro, con lo que se incluiría en la felicidad toda la individualidad de alter. ¿Qué sucede sin embargo, cuando la imagen de alter sobre sí mismo -que debe ser confirmada por la acción de ego para hacer emerger el amor como acontecimiento social- no satisface al propio alter? ¿Qué sucede en estos casos, que son la mayoría pues la construcción de sentido es siempre problemática para todos nosotros? En esos casos, ego confirma a alter la infelicidad de alter consigo mismo. Por amar ego hace infeliz al ser amado. Y si ego sospecha de la insatisfacción de alter con su propia vivencia de sí y no traza la conducta confirmatoria para evitar la ratificación de su infelicidad, entonces alter no verá ninguna acción en ego, con lo que puede atribuir desinterés, abandono o falta de amor. Por amar demasiado atentamente ego hace infeliz al ser amado.

La felicidad entonces tampoco se deja controlar por el amor. Juega a las escondidas con él. Aunque no se puede pasar por alto que en la propia semántica de los enamorados se trate siempre de 'hacer feliz al otro', aun cuando ello no se logre nunca, como acabamos de indicar. En este sentido, la felicidad pareciera operar como una fórmula de contingencia del amor. Una fórmula de contingencia sirve para designar la unidad de la descripción de una función sistémica, por ejemplo, la escasez en la economía, Dios en la religión, la formación en el sistema educativo (Luhmann 2002:280). No se trata de la descripción de la función misma, sino de un concepto general que sirve para designarla: 'en la economía nos preocupamos de la escasez', 'en la educación de la formación', 'en la religión de Dios' (23). Si la felicidad es fórmula de contingencia del amor, entonces ella designa la unidad de la función del amor en las sociedades modernas: la felicidad del individuo, la confirmación de su más pura autorreferencia. Que el amor no consiga esta felicidad y que probablemente actualice más infelicidad que felicidad en la interioridad psíquica de alter, no es problemático, es más bien condición de que el sistema siga existiendo. No habría economía si Marx hubiese tenido éxito en eliminar la escasez, ni religión si Nietzsche lo hubiera logrado con Dios. No habría amor si la felicidad fuese plena, pues nadie requeriría confirmación de nadie.

En este sentido, las fórmulas de contingencia son inalcanzables para la comunicación. Se tematizan, se habla de ellas, pero no se las puede obtener, no se las puede reducir a otros términos y no se las puede eliminar, pues ello representaría el fin de la comunicación que se las pone como meta. Son un horizonte que se mueve a medida que se avanza hacia él, como todo horizonte. El proyecto individual del amor moderno parece querer cubrir y ganar para sí la felicidad del otro, ganar su individualidad, pero la identificación plena no es posible, lo que obliga constantemente a los amantes a intentar alcanzarla, o a dejar de hacerlo si alter vivencia que ego ya no está en condiciones de aprehender su individualidad. Con el amor, se aspira o no a la felicidad, pero el que la alcanza, la alcanza para sí mismo y por su vivencia de sentirse confirmado por el otro. Pero si somete su felicidad a la comunicación, se le escapa de las manos, pues la somete a la contingencia del otro, la abre a que sea entendida de otro modo, a que ego confirme por medio de su conducta algo que alter no buscaba, es decir, a que la felicidad de alter se transforme al momento siguiente en su infelicidad. En este sentido y sólo éste, la felicidad es un irrealizable para la sociedad, un símbolo de la individualidad, lo inalcanzable del amor, lo incomunicable.

Notas

(1) Fuchs, Peter, Conferencia del 18 de abril de 1999, Universidad de Essen, en Niklas Luhmann - Beobachtungen der Moderne, Freiburger Reden - Denker auf der Bühne, Carl-Auer-Systeme Verlag, Heidelberg, 2000.

(2) J. Rawls ha interpretado esto como el principio de utilidad: "una sociedad está correctamente ordenada cuando sus instituciones maximizan el equilibrio neto de satisfacción. El principio de elección para una asociación de hombres es interpretado como una extensión del principio de elección de un solo hombre." Rawls, John, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 35.

(3) Más adelante volvemos sobre esta idea de lo inalcanzable a través de la comprensión de la felicidad como fórmula de contingencia del amor. Véase infra.

(4) Véase Luhmann, Niklas, El amor como pasión. La codificación de la intimidad, Ediciones Península, 1985. También sección V en este texto.

(5) Goethe, Johann Wolfgang, Die Leiden des jungen Werther, [1774] Reclam, Stuttgart, 1995, p. 101. "Tengo tanto y el sentimiento por ella devora todo, tengo tanto y sin ella todo se convierte en nada."

(6) Goethe, Johann Wolfgang, Sämtliche Werke in 18 Bänden, Artemis-Verlags-AG, Zürich, 1966. "¿Desean molestar tu tranquila alegría? / Déjame con mi jarra de vino / Por otros uno puede dejarse aconsejar / Animarse es posible únicamente solo."

(7) Baudelaire, Charles, Les fleurs du mal, 1857. Traducción española en Las flores del mal, Madrid: Alianza 1982. "Te mueves ágilmente, ¡oh tú espíritu mío! / y como un nadador complacido en la onda / con alegría surcas la inmensidad profunda / gustando un indecible y varonil placer. // Vuela lejos, bien lejos de estos miasmas malsanos; / marcha a purificarte en el éter más alto, / y bebe, cual un puro y divino licor, / ese fuego que colma los límpidos espacios. // Tras todas las molestias y las enormes penas / que agobian con su peso la existencia brumosa, / ¡dichoso aquel que puede con sus alas pujantes / lanzarse hacia otro campo luminoso y sereno!"

(8) Para el detalle de este tema véase Luhmann, Niklas, Sistemas sociales, op.cit., Capítulo 4.

(9) Para el detalle de este tema véase Luhmann, Niklas, Sistemas sociales, op.cit., página 154.

(10) El concepto de clausura operativa indica un modo de funcionamiento sistémico en el que las intervenciones externas sólo pueden ser procesadas como información que permite al sistema seguir reproduciendo su propia forma de operación. Gracias a la clausura operativa el sistema puede desarrollar apertura cognitiva, es decir, observación del entorno. Esto explica porqué se observan distintas cosas cuando se observa algo: la observación del entorno (apertura cognitiva) es lo que la clausura operativa selecciona como relevante. Para el concepto de clausura operativa véase Varela, Francisco, " Autonomie und Autopoiese", en Schmidt, Sigfried (Ed.), Der Diskurs des radikalen Konstruktivismus, Suhrkamp, Frankfurt, 1994, pp.119-132.

(11) De aquí deriva la consecuencia radical que la comunicación, y con ello la sociedad, sea orden emergente. El concepto de sociopoiesis que M. Arnold ha propuesto condensa esta particularidad de buen modo: "Para la teoría sociopoiética es central la especificación de los elementos indivisibles que autoproducen, y de los cuales se componen, identifican y diferencian los sistemas sociales. Estos producen, a través de sus exclusivas relaciones, sus ultra-elementos, proyectando cualidades sinérgicas que no se sustentan en átomos, partículas, células, moléculas, organismos, conciencias, pensamientos, personas, palabras o acciones, sino que en enlaces que se reproducen permanente y exclusivamente en sus operaciones. Los componentes, de acuerdo con Luhmann, son comunicaciones que se producen de modo recurrente y recursivo a través de otras comunicaciones. En forma específica, los sistemas sociales, pueden describirse como compuestos en su plano operacional por comunicaciones con sentido, en el estructural por comunicaciones de expectativas y en el reflexivo por sus comunicaciones de autodescripciones." Arnold, Marcelo, "La sociedad como sistema autopoiético: Fundamentos del programa sociopoiético", en Osorio, Francisco et al., La nueva teoría social en hispanoamérica: Introducción a la teoría de sistemas constructivistas, Universidad autónoma del Estado de México, Toluca, 2005.

(12) Para un análisis comparativo Parsons-Habermas-Luhmann sobre el tema de los medios, véase Chernilo, Daniel, "The theorization of social-coordinations in differentiated societies", en British Journal of Sociology, Vol. 53, Number 3, September 2002.

(13) El concepto de sentido está en la base de las teorías de la sociedad de Weber, Berger y Luckmann, Schütz, Habermas y Luhmann (y en menor medida en Parsons), es decir, respectivamente en la tradición interpretativa de la sociología, en la fenomenológica, en la teoría de la acción comunicativa y en la teoría de sistemas.

(14) Por ejemplo en Berger y Luckman o Alfred Schütz. Véase Berger, Peter y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires, 1994, y Schütz, Alfred y Thomas Luckmann Las estructuras del mundo de la vida, op.cit. Véase también supra, sección III.

(15) Entre éstos Echeverría, Flores y Maturana. Véase Echeverría, Rafael, Ontología del lenguaje, Dolmen, Santiago, 1994; Winogard, Terry y Fernando Flores, Understanding computers and cognition, Addison-Wesley, New York, 1991.

(16) Véase especialmente Parsons en El sistema social, op.cit., es decir, Parsons inmediatamente antes de la teoría de los medios de intercambio simbólicamente generalizados. Ver Parsons, Talcott, Robert Bales, Edward Shills, Apuntes para una teoría general de la acción, Amorrortu, Buenos Aires, 1970.

(17) Como se hace en el párrafo siguiente: "Una norma es una regla más o menos clara que expresa los aspectos del deber de las relaciones entre seres humanos." Bohannan, Paul, "The differing reales of law", en Bohannan, Paul (Ed.), Law and warfare: studies in anthropology of conflict, The Natural History Press, New York, 1967, pp. 43-56, p. 45.

(18) Al respecto puede verse Luhmann, Niklas, Die Gesellschaft der Gesellschaft, op.cit., pp. 316 y ss.

(19) Luhmann habla de dos formas de atribución de la comunicación: al sistema (acción) y al entorno (vivencia). Luhmann, Niklas, "Los medios generalizados y el problema de la doble contingencia", op.cit. No queda claro con esto cómo la vivencia se puede atribuir al entorno si es experiencia interna del sistema. Pareciera ser esta más bien una paradoja de la aplicación de la distinción al interior de un lado de la distinción. Esto se puede resolver observando las cosas desde alter o desde ego, pero no desde una observación de segundo orden que aplique la distinción sistema/entorno para observar, como hace Luhmann. Al parecer en la vivencia del otro está el límite de aplicabilidad de la observación de segundo orden. A continuación intentamos una respuesta diferente a través del concepto de corporalidad. De cualquier modo, la observación de la propia corporalidad a través de la conciencia adquiere en Luhmann el nombre de vida. Luhmann, Niklas, "Die Autopoiesis des Bewusstseins", op.cit., p. 424.

(20) Adaptado desde Luhmann, Niklas, Die Gesellschaft der Gesellschaft, op.cit., p. 336.

(21) Para un análisis de la ciencia como sistema Luhmann, Niklas, La ciencia de la sociedad, Anthropos, México, 1996.

(22) Luhmann, Niklas, Die Gesellschaft der Gesellschaft, op.cit., p. 343. Para esta idea de 'supuestos implícitos de la comunicación' entendidos bajo la forma cultura, véase Dockendorff, Cecilia, "La unidad semántica de la diferencia estructural. Lineamientos para una teoría sistémica de la cultura", próxima publicación en Universidad Autónoma de México, 2005. La autora intenta reintroducir el concepto de cultura bajo una modalidad sistémica como esquemas de distinción semánticos con consecuencias operativas para los sistemas.

(23) En la tradición kantiana se habla de ideales regulativos . Al respecto Emmet, Dorothy, The role of the unrealisable: A study in regulative ideals, St. Martin's Press, New York, 1994. Para una mirada acerca del rol de los ideales regulativos en la sociología, Chernilo, Daniel, "El rol de la 'sociedad' como ideal regulativo. Hacia una reconstrucción del concepto de sociedad moderna", en Cinta de Moebio, Nº 21, 2004.

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X