Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Beltrán, F. 2006. John Dewey y la relevancia del trabajo escolar en investigación del profesorado. Cinta moebio 25: 64-76

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John Dewey y la relevancia del trabajo escolar en investigación del profesorado

John Dewey and the relevance of school work in teachers’ research

Francisco Beltrán Llavador (fbeltran@uv.es) Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. Universidad de Valencia. España

Abstract

In discussing the relevance of school work as a research object, the writer recovers J. Dewey’s discourse to explore the assignment of different academic levels to teachers and their worth in the production of relevant knowledge. Subjecting concepts such as “teacher” and “research” to epistemological revision, and after reviewing some scientific premises, mainly embedded within the field of educational research, as well as after re-claiming the political function of institutional teaching, these initial premises are reconsidered in order to exert a critique of certain forms of naturalistic research while reasserting the role of teachers of any level in the rigorous production of research that stems out of the relevance of their own work.

Keywords: research, teacher and professor, knowledge, Dewey, science.

Resumen

Con el pretexto de discutir la relevancia del trabajo escolar como objeto de investigación, el autor recupera a J. Dewey para discutir las atribuciones a los profesores de los diferentes niveles académicos y su valor en la producción de conocimiento relevante. A través de la revisión etimológica de conceptos como profesor e investigación, tras pasar revista a algunos supuestos científicos, arraigados sobre todo en el campo de la investigación educativa y reivindicar la función política de la enseñanza institucional, se vuelven a retomar las premisas iniciales para, finalmente, plantear una crítica a ciertas formas de la investigación naturalista a la vez que se reivindica el papel de los docentes de cualquier nivel en la producción rigurosa de investigación derivada de la relevancia de su propio trabajo.

Palabras clave: investigación, profesorado, conocimientos, Dewey, ciencia.

Recibido el 22-01-2006.

Introducción

Las reflexiones que presentaré seguidamente son deudoras de John Dewey. Aunque todo este texto toma exclusivamente como referencia la lectura de este autor, particularmente de su libro En busca de la certeza (en lo sucesivo BC), será inevitable apreciar similitudes con ciertos tópicos de la reciente literatura pedagógica como la investigación-acción o el profesional reflexivo, así como con los escritos de algunos autores (Schwab, Elliott, Schön, etc). Esas aparentes coincidencias se explican si se tiene en cuenta que los trabajos teóricos más importantes de Dewey, a pesar de constituir un viejo y conocido referente para todos los educadores, han llegado a las presentes generaciones a través de las incorporaciones que un buen número de teóricos han hecho de sus ideas y obras, la ignorancia o el silencio actual de las cuales es casi inversamente proporcional a la profusión con que se encuentran enmascaradas en las obras de otros.

La condición de científico plantea, como todos sabemos, rigurosas exigencias y los profesores universitarios nos sentimos presionados a dictar cursos o conferencias, escribir y realizar investigaciones… Bajo esa presión, quizá para compensar la falta de humilde dedicación que el rigor requeriría, adoptamos con frecuencia estilos o convenciones, por no decir modas, que nos arrastran a repetir lo dicho por otros. Tan es así que suele renunciarse al uso de la primera persona para incorporar profusión de citas literales, provenientes de distintos autores, en las cuales atrincherar los propios argumentos a la espera de unas críticas que, de producirse, podrían llegar a considerarse ataques personales. Para obtener, además, el favor de nuestras audiencias utilizamos un estilo al que, de tanto limarle sus aristas para evitar que pueda ser hiriente, hemos hecho romo. De ahí que, en ocasiones, el criterio de validez de discursos e investigaciones parece encontrarse más próximo de producir satisfacción a los lectores u oyentes, reafirmándoles en sus propias ideas, creencias, juicios y prejuicios identificados como verdad, que en su capacidad de inscribirse en un proceso público de argumentación y contraargumentación del que derivar un cambio en esas nuestras viejas creencias o verdades. Despersonalizar el discurso puede crearnos la ilusión de estar más cerca de una objetividad tan ansiada como imposible, a la vez que se universaliza el asunto del que se habla y la validez de las afirmaciones y pruebas aportadas. Cumplidos estos tributos a la objetividad y universalidad nos sentimos ya cómodamente instalados en la esfera de la cientificidad que, según parece, es el mínimo reconocimiento al que cualquier académico aspira para sí mismo, sus investigaciones o los discursos que se deriven de las mismas.

Puede ocurrir que, en medio de esa ritualidad trivializante, a veces se interponga algún resto de lucidez y uno se encuentre diciéndose algo así como “no escribiré más, a no ser que tenga algo relevante que decir” o, quizá, “para decir cosas irrelevantes, mejor me callo”. Obviamente estas expresiones no se referirán a eso inefable de lo que no se puede hablar, aludido por Wittgenstein, sino a la más humilde cualidad de la relevancia. Que algo sea relevante significa que es ensalzable, destacable; pero también que puede emplazarse en el lugar de otra cosa, relevándola (de levare: llevar). Es relevante, pues, lo que destaca y permite reemplazar a otra cosa. ¿Qué hay, en la tarea del investigador, tan poco relevante que merezca más la pena callar? O, por el contrario ¿qué puede resultar tan relevante que creamos que merece la pena hablar de ello? Yo pretendo hablar, precisamente, de la investigación del profesorado o, para ser aún más preciso, me propongo hablar de ciertas condiciones de relevancia en la investigación del profesorado. Quiero decir que he considerado relevante como objeto de este modesto texto la relevancia que a su vez tiene la investigación del profesorado. A pesar del retruécano con que lo formulo, el planteamiento me parecía tan obvio que consideré que sólo merecería la pena hablar de ello si lo que decía alcanzaba relevancia para instalarse en el lugar de las obviedades.

I. Acerca de los conocimientos diferenciales del profesorado

Este uno que, llegado a un punto, puede plantearse no hablar más, es un profesor. Un matiz, cuya importancia podrá apreciarse más tarde, aconseja enfatizar: su profesión es la de profesor. Un profesor quien, a diferencia de otros y dada su condición adicional de universitario, tiene el encargo específico de investigar. Así pues, se trata de un profesor universitario, que enseña e investiga, el que decide callar aquello que, según su contrato institucional, debería decir. Pero es que este uno afirma que puede darse el caso en que nada relevante tenga que decir como profesor, esto es, que no tenga algo que considere destacable o que pueda reemplazar a otras narrativas anteriores o contemporáneas. Su condición de investigador permite sobrentender, además, que su declaración está referida a todos los ‘decires’ derivados del ejercicio de su profesión. ¿Tienen éstos, acaso, un contenido diferente? ¿De dónde proceden esos discursos? También en esto se presupone distinto al profesor universitario del que se desempeña en otros niveles académicos. En efecto, en este juego hermenéutico cuyas reglas arbitrarias todo lector sigue, del profesor universitario se presupone que extrae lo decible de su decir docente de investigaciones, a veces ajenas, aunque deseablemente propias. Los profesores de otros niveles del sistema lo extraen del almacén de los conocimientos al que han tenido acceso a lo largo de su formación. En consecuencia, mientras estos profesores distribuyen conocimientos, los universitarios, además, los producen.

El matiz es tan burdo, tan carente de sutileza, que se extiende a otros componentes de la representación común de las tareas de los profesores: de los no universitarios se valora especialmente la cantidad y fidelidad de los saberes transmitidos; del universitario se aprecia la novedad u originalidad de los conocimientos que enseña, su relevancia respecto a los preexistentes. En un caso se reclama conservación y en el otro transformación. Sin embargo los conocimientos son, valga la metáfora, una mercadería muy delicada cuyo mero manipulado comporta por necesidad su transformación, de modo que nunca puede cumplirse que se distribuya o transmita con fidelidad. Es así que cualquier conocimiento puede pretender resultar relevante, en el sentido de ser susceptible de reemplazar a otros, aunque no destaque frente a ellos. Puede también ocurrir lo contrario: que ciertos conocimientos carezcan de relevancia, en el sentido de ser ensalzables o destacar, si bien, por su novedad o por cierta frivolidad epistemológica, contiendan por ponerse en el lugar de los vigentes. De esta doble posibilidad ni siquiera quedan a salvo los conocimientos que producen los profesores universitarios.

Puede apreciarse que al formular nuestros juicios acerca de la fase de producción o distribución de esos conocimientos, como de las categorías profesionales que se les asocian, estamos reafirmando, negando o poniendo bajo sospecha la atribución del valor de una representación común de los docentes que, siendo frecuentemente compartida por los profesores de profesores, puede llegar a convertirse, ella misma, en conocimiento profesional. ¿De qué valen, entonces, los conocimientos profesionales de los profesores? Por otro lado, parece inevitable que ese valor no sea universal puesto que al ser todos los conocimientos, por definición, disímiles, se les atribuye mérito distinto según se conceda peculiar relevancia a unos u otros; es decir, se asocia valor a su capacidad diferencial para destacar frente a otros o reemplazarlos. ¿Cuáles son, entonces, los criterios con que se juzga el mérito y se atribuye valor a esos conocimientos profesionales? ¿Los inherentes al proceso de su producción o quizá los que se asocian a la validez pragmática de los procesos de transmisión o distribución? ¿Serían conmensurables ambos criterios? ¿Sería éste o aquél el valor más relevante que cabe atribuir a cualquier conocimiento académico? ¿Qué ocurre con su valor de verdad? ¿Cuál sería, de verdad, su valor?

II. El valor de los conocimientos

La atribución de validez a algo puede obedecer a razones arbitrarias, y entonces no son razones sino “sinrazón”, o bien encuentra su justificación en algún hecho o momento para el cual ese algo ha demostrado “tener” valor. En la mayor parte de los casos tratamos con conocimientos referidos a la experiencia propia o vicaria, contemporánea o histórica, individual o de la especie humana, matices todos estos que, en apariencia, no discriminan respecto al hecho que discutimos, el conocimiento escolar o académico. Pero es por igual cierto que en muchos otros casos manejamos multitud de datos en nuestra vida cotidiana a los que no identificamos como conocimiento o a los que no les damos categoría de conocimiento académico o escolar. No es que un conocimiento valga de por sí, sino que existen algunos resultados de acciones a los que damos valor de conocimiento a unos u otros efectos. Entonces ya no puede satisfacernos la fórmula tan extendida según la cual todo conocimiento está asociado a valor; más bien a la inversa, otorgar validez implica siempre alguna forma de conocimiento. Los conocimientos, ni son sujetos de voluntad que “cobran valor”, ni es legítimo conferírselo a lo que queramos sin precisar argumentos ni “razones”, sin considerarlos intelectivamente. Como señaló Dewey: “El asunto de los valores tiene que ver con el problema de la acción inteligente” (BC: 38). A riesgo de incurrir en banalidad, habrá que detenerse a recordar cómo se producen los conocimientos.

Los seres humanos no somos entidades abstractas sino que formamos parte, desde siempre y como todo lo existente, de lo que, a falta de otro nombre, llamamos la trama de la realidad. Sin entrar en mayores sutilezas, por realidad se indica aquí una totalidad abierta constituida como un campo de fuerzas. Que la realidad esté tramada significa que ningún aspecto de la misma es indisociable de cualquier otro ni del conjunto. Aunque a efectos cotidianos no seamos conscientes de la mayoría de esos aspectos y nos limitemos a los más próximos, no puede negarse que cualquier ser humano está en relación siempre con lo otro y con los otros, esto es, con el mundo natural y con el mundo social, integrado por sus congéneres. Si con éstos se llegó a un tejido consciente de la trama, con aquél otro no ocurrió de manera diferente. El ser humano se vio emplazado a emprender transformaciones materiales gracias a una combinación de efectos adaptativos a la que, simplificando, se ha denominado inteligencia. Es más, no puede llamarse con propiedad humano a ningún ser preexistente a ese que transforma aquello con y en lo que está relacionado, pues esas transformaciones son las fuerzas que nos con-forman constituyéndonos. Pues bien, de las relaciones que establecemos con lo otro y los otros, bajo la forma de acciones orientadas a la transformación del medio físico-natural y social, es de donde derivamos los conocimientos. El trabajo, como nombre genérico para esas relaciones, sería el ámbito de la producción de los conocimientos.

El trabajo es el principio, en sentido ordinal, del conocimiento. Sin embargo lo que cobra significado “en realidad”, esto es, desde la perspectiva de la totalidad abierta, no son las acciones aisladas que componen ese trabajo sino el proceso continuado, aunque no necesariamente teleológico, a través del cual los seres humanos se desenvuelven en procura de nuevas condiciones de vida. Hablando con propiedad, en la mayor parte de las ocasiones deberíamos referirnos, más que a los conocimientos, al conocer: “un género de interacción que ocurre en el mundo [consistente en la] conversión de cambios sin dirección en cambios dirigidos hacia una conclusión ordenada” (BC: 179). El conocer alude de modo más explícito al proceso referido, en el que también coinciden aspectos evaluativos. Veamos un ejemplo con la expresión, recientemente utilizada, “nuevas condiciones de vida”. El término “nuevas” podría ir matizado como “mejores” o, por el contrario, de “no necesariamente mejores” -como muestra la explotación de otros seres humanos o de la naturaleza. El calificativo “mejor” es una apreciación valorativa. ¿En razón de qué diremos que las nuevas condiciones son o no mejores? No se sostiene que puedan serlo a título individual o plural, para un grupo restringido o para un grupo amplio; que el valor de tales acciones sea distinto para unos y otros; eso supone olvidar que el proceso de actuar-pensar-valorar-actuar siempre involucra a campos de realidad y no a sujetos abstractos. En consecuencia, de la persecución de esas condiciones emergen nuevas relaciones entre las acciones y sus valoraciones, tanto de la acción en relación con sus circunstancias como de los resultados estimados de la misma a la luz del resto de los aspectos implicados en el proceso. Con la expresión “conocer” nombramos, pues, otra serie de relaciones tramadas que se genera cuando introducimos algún criterio de orden orientado a un propósito en algunas de las otras relaciones o interacciones. Los objetos del conocimiento son objetos construidos, existencialmente producidos (BC: 185) y las cosas, para el conocimiento, son acaeceres y no sustancias (BC: 112). Todo ello reafirma la implícita condición relacional e inteligente del conocer, si bien ampliando ahora la caracterización de la inteligencia de su condición personal a la de social.

III. Conocimientos y juicios de valor

Nos preguntábamos cuál sería, en verdad, el valor de los conocimientos académicos. No basta con saber que los objetos de conocimiento no son cosas; hay que renunciar a la idea según la cual conocer consiste en descubrir aspectos de una realidad preexistente, a que la verdad de esos conocimientos consista en la correspondencia de los resultados de nuestro conocer con esa realidad previa. Aseverar la verdad sobre algo o atribuir un determinado valor a un objeto de conocimiento no supone, como durante mucho tiempo se pretendió, subordinarlo a ningún otro orden superior, esencial, literalmente metafísico, sino “verificar” que en determinadas circunstancias esas acciones, como operaciones dirigidas, hayan tenido o no ciertas consecuencias, de entre las pretendidas, en el sector de la realidad al que hemos sometido a un nuevo criterio de orden. De ahí que haya “tantas concepciones del conocimiento como operaciones diferentes con que se resuelven las situaciones problemáticas” (BC: 194), siendo una operación “una relación –no un proceso– captada en el pensamiento e independiente de los casos que la ejemplifican” (BC: 142). En tanto “la inteligencia va ligada al juzgar” (BC: 186) puede decirse que las acciones inteligentes generan los criterios de validez, no siendo ésta otra cosa que un juicio razonable acerca de la práctica, es decir, una argumentación conducente a pronunciamientos acerca de la pertinencia de las acciones a cada una de las situaciones.

Es importante insistir en este punto para salir al paso de posibles malentendidos. Emitir un juicio requiere ciertas operaciones inteligentes. La mera gratificación que el sujeto pueda obtener de la realización de una acción no comporta su validez; la afección inmediata de la acción sobre el sujeto o el medio tiene que someterse a un trabajo de pensamiento o una reelaboración cognitiva. “Los juicios sobre valores son juicios acerca de las condiciones y resultados de los objetos experimentados, juicios acerca de lo que ha de regular la formación de nuestros deseos, sentimientos y goces” (BC: 190). Lo que determina que se trate o no de conocimiento es la relación consciente entre la experiencia, la acción y la valoración de las posibles consecuencias a que ésta puede dar lugar en el presente o en hipotéticas repeticiones futuras de esa misma pauta de actuación. Lo que determina que se pueda emitir un juicio acerca del valor del conocimiento es la posibilidad de elaborar constructos mentales y verbales sobre la experiencia, la acción y sus consecuencias que permitan argumentarla enfrentándola a la crítica pública. En cuanto a la validación, como atribución de valor, es semejante a establecer una dirección a futuro siguiendo las huellas encontradas en el presente. Por tanto, se trata de un conjunto de operaciones (de relaciones) y no de la remisión a una realidad antecedente.

Si es la inteligencia lo que crea el valor, el valor de verdad es una racionalización evaluativa, un proceso racional de construcción y asignación de valor a las acciones humanas. La vinculación de pensamiento y acción hacen que el razonamiento sea una cuestión empírica, irreconciliable con fuentes precedentes y externas de verdad como la tradición o la autoridad. Ahora bien, la realidad excede siempre a la racionalidad, a los procesos de pensamiento y también a los conocimientos; pero no a la razonabilidad, que está asociada a la argumentación, porque es el dar a conocer al resto y compartir los conocimientos lo que nos permite integrar las diferentes facetas de la realidad como un todo. Tan erróneo resulta afirmar la identidad entre realidad y racionalidad como entre razón y razonabilidad. Una cosa es que algo sea un “ente de razón” y otra cosa es que sea razonable; la explotación del hombre por el hombre, los exterminios genocidas, las agresiones al medio natural, etc., son racionales en tanto racionalizaciones, productos del sueño de la razón, pero no razonables; podrán practicarse, pero su existencia nunca podrá defenderse argumentativamente de manera suficiente. El conocer tiene límites pragmáticos, puesto que las propias acciones los tienen; mientras que la razón es prácticamente ilimitada, dado que, al operar mediante categorías que ella misma construye, sus límites son constitutivos; pero es tautológico que la racionalidad haga depender su validez de criterios elaborados por la propia racionalidad.

IV. Hábitos y validez de las acciones del profesorado

Es indudable que la tarea del profesor constituye una forma de acción; pero la validez de estas acciones está asociada a que sean inteligentes porque “la inteligencia va ligada al juzgar, esto es, a la selección y disposición de los medios para obtener consecuencias y a la elección de lo que consideramos fines nuestros” (BC: 186). Podremos calificar de inteligentes las acciones de los profesores cuando se validen, cuando su contraste razonable con otras propias o ajenas o con la inacción, permita confirmarlas o a reemplazarlas. La definición profesional y el sentido mismo del trabajo docente, se extrae de su capacidad de transformación de otros sujetos para hacer que éstos puedan optar razonablemente por un modo propio de inserción en la trama de realidad. No es, en cambio, tan evidente la razonabilidad de las actuaciones laborales de los profesores quienes, en la medida en que asumen para sí mismos la tarea de transmitir conocimientos, no hacen de su tarea ocasión para aplicar la inteligencia en los términos en que antes quedó definida. El destino de los conocimientos no es ser almacenados y transmitidos inmutablemente, sino ser utilizados hasta tanto sean desplazados por otros; “los objetos conocidos existen como las consecuencias de operaciones dirigidas y no a causa de la conformidad del pensamiento o de la observación con algo antecedente” (BC: 175). Aunque sea por defecto u omisión los conocimientos acaban por demostrarse erróneos al confrontarse con otros, puesto que está exigido por el modo en que se generan que su producción sea continua.

Una posible explicación para esta orientación del trabajo de los profesores puede encontrarse en los hábitos docentes. El hábito, en su acepción coloquial y más difundida, no se considera una acción inteligente; al no requerir de la intervención de procesos de pensamiento, la tradición lo ha inscrito, por economía de medios, en el terreno del automatismo. Sin embargo un hábito no es una predisposición a la espera de ser estimulada. Se trata de demandas para actuar de una determinada manera, por lo que cada hábito requerirá condiciones apropiadas para ser ejercitado. Constituyen, en cierto modo, pautas de respuestas a situaciones particulares. Eso supone que muchas de ellas están ya establecidas, porque en alguna otra ocasión se requirió una respuesta que entonces se demostró adecuada. Pero no quiere decir que estén permanentemente fijadas; de hecho cuando enfrentamos situaciones nuevas modificamos los viejos hábitos. En la conformación del hábito ha habido siempre una mediación inteligente. Puesto que “siempre que opera la inteligencia se juzgan las cosas en su capacidad de signos de otras cosas” (BC: 187), al menos la primera respuesta a una situación nueva debió requerir una evaluación de la acción a emprender y sus posibles consecuencias o, de haber sido casual, en las siguientes ocasiones sí habrá habido una elección consciente de esa respuesta que, respecto al conjunto amplio de las posibles, es la que casualmente funcionó.

El hábito es, en realidad, una simplificación de toda la secuencia de una acción inteligente en la que se toman sólo los datos iniciales y finales y se suprime el proceso mediador a la luz de la semejanza de esos datos con los de la situación presente. Lo que nos conduce a identificar las consecuencias potenciales es el lenguaje; en él están encriptados los hábitos y otras actividades humanas. De ahí que lenguaje y hábitos estén tan relacionados que si éstos se sustraen de los efectos de la comunicación resultarán más difíciles de modificar. Pero, puesto que el lenguaje no es ni puede ser un mecanismo privado, porque siempre implica algo compartido, se convierte en un fenómeno político. El lenguaje es el mecanismo que vincula, que liga, que relaciona a las personas, unas con otras y con la naturaleza. El lenguaje permite trascender los límites de la individualidad para reintegrarnos a la totalidad de la que somos parte. La enseñanza, cuyo vehículo principal es el lenguaje, trata que todas las personas se sepan productoras de significado, en el sentido de que accedan a explicaciones respecto a la manera en la cual se han ido conformando nuestros hábitos mediante la interacción de los conocimientos y la realidad modificada por éstos.

Las acciones, aún las inteligentes, tienden a conformarse como hábitos porque, habiendo tenido consecuencias positivas en determinadas circunstancias, se tiende a abstraer las circunstancias posteriores; pero la supresión del paso que conduciría a la investigación de las presentes tiene importantes implicaciones en la producción y validación de los conocimientos. Investigar viene de investigare que, a su vez, deriva de vestigium, planta del pie, huella. Del proceso de validación o atribución de valor dijimos que era como “establecer una dirección a futuro siguiendo las huellas encontradas en el presente”. Ahora puede entenderse que investigar es el proceso de confirmar o refutar si una acción o el conocimiento que se desprende de la misma es, para determinadas circunstancias, más relevante que las acciones anteriores o los conocimientos preexistentes. La investigación permite dar expresión argumentativa a los hábitos haciendo que aquello que se escenifica, adoptando una representación figurativa en la trama de la realidad, se juzgue como signo de otras cosas pasando a ser, además, decible y por tanto enunciable, comunicable, argumentable y cognoscible. Puesto que toda experiencia deja una huella, la investigación sigue esa huella nombrándola, caracterizándola como signo de algo más, para hacer la experiencia en cuestión transmisible. De ahí que la investigación sea ella misma una forma de acción y no sólo una descripción o explicación.

V. Sujetos y objetos de la investigación docente

Llegados a este punto distinguiré, a efectos meramente expositivos, entre la investigación que tiene al docente como sujeto y la que lo toma como objeto. Señalé al principio que la asignación institucional de la capacidad y competencia investigadora se hace sólo al profesorado universitario; la tradición, representada por la llamada corriente principal, ha hecho que el resto de profesores fueran sólo objetos de investigación, pero no sujetos de la misma. La inconveniencia de esa posición se ha demostrado desde muchos puntos de vista a los que, no obstante, siempre puede añadirse algún otro, como yo mismo intentaré a continuación.

Los términos sujeto y objeto pueden tener sentido en la representación figurativa de la realidad, pero no en la argumentación o el discurso. La investigación, que permite el paso de la una a la otra, produce una quiebra en la supuesta diferenciación entre ambos conceptos. Diferenciar sujeto y objeto pasa por definir primero a cada uno, objeto o sujeto, como idéntico a sí mismo. La narrativa propia de la investigación no puede seguir sosteniendo esa distinción a menos que ignore el efecto de con-formación a la norma que tiene la utilización del criterio de identidad o de semejanza / diferencia. Los objetos serán declarados normales (quedan normalizados) cuando así ocurra; quedarán sometidos al estándar o la norma (normativizados) y se declarará su excepcionalidad cuando no sea el caso. Se elimina con ello la metonimia que actúa como arranque de la situación investigadora (tomar algo particular, en su diferenciación, como signo de otra cosa más general).

Por otra parte, si nos atenemos a la raíz de las palabras encontramos una semejanza, que quizá no debiera sorprendernos, entre los términos “profesión” y “profesor”. La profesión, que es la actividad a que se dedica una persona, es también la acción de profesar llevada a cabo por quienes son profesos. Este último término tiene en la actualidad un sentido exclusivamente eclesial referido a quienes ingresan en una orden religiosa pronunciando los votos correspondientes; se trata de una acepción particular derivada de la etimología primera de la palabra professus que es el participio de profiteri que significa declarar públicamente (de fateri, confesar). Ejercer una profesión no es sólo tener una dedicación laboral sino también declarar públicamente un compromiso asumido con determinados principios, reglas, votos o normas de vida y actuación. El profesor es quien hace de profesar, de hablar y declarar públicamente, su actividad laboral, su profesión. En primer lugar, el profesor dice y comunica las figuras de la realidad, lo que de ésta se escenifica, haciéndola cognoscible, proceso éste al que acabamos de llamar investigación; en segundo lugar, al hacerlo con carácter público, debe hacerlo razonable, argumentándolo y sometiéndolo, en consecuencia, a posibles discusiones, críticas y refutaciones. La pregunta que, a la vista de esto, cabe hacerse es si acaso existen razones que dicten, o argumentos que aconsejen, que todo lo dicho cumpla sólo para los profesores universitarios y no para el resto. Si las claves para esa atribución diferencial de competencias no se encuentra en la condición de profesor, quizá haya que buscar el motivo en el carácter de la investigación, de ahí que proponga que revisemos ésta con mayor detenimiento.

VI. Pero ¿qué es investigar?

“Investigación, dice Dewey, es la transformación controlada o dirigida de una situación indeterminada en otra que esté tan determinada en sus distinciones y relaciones constitutivas como para convertir los elementos de la situación original en una totalidad unificada” (Logic: The theory of Inquiry, LW 12: 108). ¿Qué quiere decir una situación indeterminada? “molesta, problemática, ambigua, confusa, llena de tendencias contradictorias, oscura, etc.” (op. cit.: 109). Repárese en que no se califica la indeterminación como un estado mental; si estamos llenos de dudas es porque la situación misma incorpora esas dudas, es inherentemente dudosa. Restaurar esa situación para hacer que deje de ser confusa o ambigua requiere transformar las condiciones existentes. ¿Hacia dónde tenderá esa transformación? ¿Cuáles son las características de la nueva situación que persigue reemplazar la oscuridad, la ambigüedad, la duda de la anterior? Lo que se pretende es que las relaciones en que consistirá la nueva situación pongan de manifiesto lo que es “en realidad”: la compleja trama de fuerzas y tensiones a la que Dewey llama una totalidad unificada.

La investigación, pues, se hace necesaria para interpretar y dotar de sentido a las situaciones en las que estamos inmersos; no para encontrar el sentido de nuestras acciones en su adaptación a una abstracción universalista, sino para darles un sentido relativo a cada contexto y situación particulares. Pero, como esas situaciones son haces complejos de relaciones siempre cambiantes, una vez se determine una situación ésta pasará a ser nuevamente indeterminada, lo que hará necesaria otra intervención restauradora, otra investigación con la cual demos sentido a la nueva situación a fin de resolver la confusión, la duda, la ambigüedad, la contradicción, etc. Esa es la acepción que tiene en este contexto el término ‘indeterminación’, la imprecisión referida al sentido y significado de la situación y, consecuentemente, a la incertidumbre respecto a la resolución de la misma. La situación se convierte en problemática como consecuencia del acto inteligente de definirla como tal; al pasar a ser una situación cognitiva es cuando se genera un conflicto respecto a su sentido (por eso es un lugar común decir que los ignorantes son más felices). De igual modo ocurre con los hechos que delimitan a la situación; parecen no existir como tales mientras no se realicen ciertas operaciones de observación conducentes a definir los datos empíricos del problema. De modo que la definición del objeto de investigación y de las variables que lo definen forma ya parte del mismo proceso de indagación.

Observación y razonamiento, combinación de los datos según una hipótesis que los unifique, pruebas a la búsqueda de algún nuevo sentido atribuible que restaure la sensación de totalidad de lo real, caracterización posterior de la nueva situación como indeterminada (lo que provocará nuevas pruebas)… En esos términos se inscribe la investigación, como un proceso abierto, impredecible, imaginativo, carente de reglas fijas y no una secuencia ordenada de pasos que conduce a una solución. El resultado final de una investigación se materializa en la situación misma; siempre y en cualquier caso ésta se habrá modificado objetivamente despareciendo algunos de los aspectos indeterminados o problemáticos. En consecuencia, todo conocimiento generado por una acción inteligente, esto es, mediante un proceso de investigación, constituye, siempre, una transformación de la realidad.

La investigación, ese inacabable movimiento de la razón humana, no trata de descubrir “la naturaleza de”, puesto que su principio de partida es, por el contrario, desnaturalizar hechos sociales. Dewey ya señalaba que: “La idea de que los hallazgos de la ciencia serían una revelación de las propiedades intrínsecas de lo últimamente real, de la existencia en general, no es más que una supervivencia de la vieja metafísica” (BC: 89). No habiendo nada de natural en el modo en que decidimos tramar nuestras relaciones, se trata de hacerlo mediante cadenas lógicas, entendiendo aquí lógica como un conjunto de técnicas intelectivas que constituyen el método de producción de los conocimientos y no sólo como un código de razonamiento. Esas cadenas, que habrán de ser construidas mediante la investigación, mostrarán la interrelación entre aquellos aspectos que componen la realidad de modo que ésta sea cada vez más “decible” y que nuestras actitudes, decisiones y acciones sean argumentables y defendibles públicamente.

Se ha dicho en alguna ocasión que el principio de investigación permite pasar de la duda a la creencia; no sería así si entendiéramos la creencia en el sentido de fe en la actuación de fuerzas ciegas y ajenas a nuestra condición humana; quizá, por eso, fuera mejor decir que permite pasar de la ignorancia a la duda razonable. La investigación nace del deseo, como apetito racional, de conocer el carácter (ethos) y la validez de la propia experiencia, lo cual nos sitúa, comprometiéndonos, en el plano de la ética. No es la acción, por sí sola, la que produce experiencia; sólo llega a serlo cuando repercute en el pensamiento del agente. La experiencia implica el pensamiento; y acción y pensamiento, como ya vimos, están asociados a la valoración. Mantener rígidamente separado el deseo de la atribución de valor a las acciones que generan los conocimientos es como plantear que éstos tienen una dinámica independiente de la comprensión del carácter de la propia experiencia que, consecuentemente, no suscitaría ninguna reacción, apetito o impulso.

VII. El estatuto de la investigación del profesorado

¿Cuál es, entonces, el estatuto lógico de estos juicios de valor? y ¿bajo qué supuestos éticos y epistemológicos se practica, de hecho, la investigación de y sobre el profesorado? Para dar respuesta cabal a estas preguntas conviene precisar que cuando interpretamos la lógica en el sentido de un método para la producción de conocimientos nos referíamos a los conocimientos cuya codificación está más formalizada. Esa tarea de formalización es propia de la ciencia, cuyo objetivo “se halla en el descubrimiento de relaciones constantes entre los cambios y no en la definición de objetos inmutables, sustraídos a la posibilidad de alteración” (BC: 88). Lo que hace la ciencia es permitirnos “ir más allá de las cualidades inmediatas que presenta el objeto de la experiencia directa” y tratarlo a base de las relaciones que constituyen de hecho tal objeto” (BC: 90). Ahora, sin necesidad de entrar en los pormenores definitorios de la ciencia, por lo demás de sobra conocidos, quisiera destacar algunas actitudes que resultan contrarias al objetivo científico apuntado, toda vez que están suficientemente generalizadas en el campo de la investigación educativa como para justificar su comentario: 1) encorsetarla en procedimientos administrativos; 2) hacer depender su validez de la inmediatez de sus resultados; 3) adoptar actitudes dogmáticas aferrándose a las propias ideas.

Comencemos por revisar algunos valores comúnmente asociados al trabajo docente y a la investigación sobre profesorado. Cualquier exploración que trate de distinguir entre lo que vale, lo que se considera valioso o relevante en relación a la investigación del y sobre el profesorado, debe inevitablemente considerar la experiencia de los docentes, las circunstancias en que se han generado las respuestas tradicionales (o hábitos) a determinados problemas asociados a su práctica profesional, las nuevas circunstancias y las respuestas que se da a las mismas y, por último, las hipótesis acerca de las consecuencias que provocarán esas nuevas respuestas. No hay, como se ha señalado anteriormente, un cuerpo de valores que “valgan” abstrayéndolos de la experiencia que les otorga su validez, de las relaciones a efectos de las cuales se consideran valiosos; pero sí es lícito hablar de criterios de relevancia, tomando por tales todos aquellos objetivables a partir de la demostrada validez de ciertos conocimientos y acciones en relación a distintas situaciones.

En consecuencia, para nuestros efectos es posible distinguir al menos dos grandes categorías de criterios de relevancia: relativos a los procesos de generación, consolidación, verificación o refutación de los conocimientos y relativos al uso de tales conocimientos. De ellos se desprenden a su vez dos categorías de atribución de valor según éste se asocie a los procesos cognitivos de producción y formalización de los conocimientos (validez cognitiva o epistémica) o bien a los procesos sociales de distribución y uso de los nuevos conocimientos (validez política, relativa a las regulaciones que rigen la vida colectiva). En la primera categoría incluiríamos, a modo de ejemplo, constructos como la coherencia o la fiabilidad; en la segunda, cooperación, confidencialidad o justicia. Ambos grupos de criterios representan, a mi juicio, los supuestos bajo los que cabe practicar la investigación del profesorado; de la misma manera, en la explicitación y argumentación de sus constructos correspondientes radicará la determinación de los límites éticos de estas investigaciones.

Volvamos a las actitudes investigadoras contrarias a la ciencia que, para nuestro caso hemos limitado a la burocratización de los procedimientos, subordinar la validez a la inmediatez de los resultados y el dogmatismo. El trabajo docente es llevado a cabo, en la mayor parte de los casos, por profesionales integrados en un cuerpo funcionarial de la administración educativa. De ahí que los propios docentes inscriban sus acciones en una doble lógica procedimental: si, por un lado, deben actuar como profesionales remitiendo el valor de sus actuaciones a un cuerpo de conocimientos formalizados al que se le confiere credibilidad científica, por otro lado se desempeñan refiriendo sus acciones a las prescripciones normativas procedentes de instancias jerárquicas superiores, como cumple a la definición burocrática. Puede apreciarse a simple vista que lo uno responde a criterios epistémicos, mientras lo otro tiene que ver con criterios de orden, en último extremo, político. En este segundo caso, la validez que se confiera a la investigación resultará dependiente de los resultados a que dé lugar, en tanto sean éstos convergentes con las decisiones gubernamentales o administrativas que se estén adoptando o piensen adoptarse; o también en tanto los resultados de la investigación permitan su inmediata utilización en la toma de decisiones políticas.

Por otra parte, si a la actividad científica corresponde una permanente actitud de desafío de los propios supuestos, por cuanto la formulación de hipótesis pone de manera reiterada en cuestión las ideas y conocimientos comúnmente aceptados, a la actividad docente, cuando ésta queda comprometida básicamente en la distribución de conocimientos y no en su producción, le corresponde, por el contrario, una actitud rayana en la creencia, de la que fácilmente se pasa a formas de dogmatismo consistentes en otorgar total credibilidad a los conocimientos preexistentes y en actuar conforme a los presupuestos en que éstos se albergan. Dicho de otro modo, la enseñanza tiende a situarse en el extremo opuesto del principio de falibilidad, básico para la construcción del conocimiento científico. A nadie se le escapará que estas posiciones tienden a ser conservadoras desde el punto de vista de la gestión política, de ahí la aparente paradoja según la cual el incumplimiento de criterios epistémicos se traduce, sin embargo, en acatamiento de criterios políticos y en atribuciones de valor de esa misma naturaleza.

VIII. Competencia investigadora de los docentes

Es oportuno volver ahora a la distinción, según la competencia investigadora de los docentes, entre la docencia no universitaria, vinculada a la conservación, y la universitaria, asociada a la transformación. El profesor, en tanto trabajador, produce, en el curso de su actividad profesional ordinaria, una serie de conocimientos emergentes de las relaciones que en el ejercicio de su práctica establece con lo otro y los otros (los conocimientos mismos que distribuye; los materiales que utiliza; los alumnos, profesores, padres, etc.). Esos conocimientos, sin embargo, sólo prestan la misma justificación a las decisiones adoptadas que lo harían las simples predilecciones o las creencias; no cobran validez epistemológica hasta tanto no han sido formalizados. Pero puesto que a algunos profesores se les niega la capacidad de investigar, esto es, de aplicar su inteligencia al análisis de las condiciones del ejercicio de su trabajo y a las decisiones sobre las consecuencias de su actuación profesional en razón de las circunstancias del ejercicio de la misma; puesto que la mayor parte de los profesores remiten esas actuaciones y sus logros o resultados a las prescripciones de carácter administrativo a las que deben conformarse, la formalización de los conocimientos relativos a sus actuaciones se hace provenir de otras instancias.

No encontrándose en la condición de profesor ni en la naturaleza de la actividad investigadora la “razón que dicta” que los profesores no realicen investigación, hay que concluir que se trata, por el contrario, de una “razón dictada” administrativamente y no de argumentos razonables ni, en consecuencia, inteligentes. Los conocimientos destinados a formalización seguirán emergiendo del trabajo docente; pero el proceso de formalización se asigna a otros agentes alejados de ese proceso, para lo cual deberá primero expropiarse a los docentes de los conocimientos que producen. Esta expropiación, que se cumple, entre otros medios, a través de las investigaciones en las que los docentes pasan a ser objetos, lleva aparejada un cambio en la atribución de validez. El docente no universitario confiere de hecho a sus prácticas, aun sin reconocerlo como tal la mayor parte de las veces, un valor más político (de regulador de la convivencia) que epistémico; pero la enajenación del proceso investigador hará que la formalización de los conocimientos emergentes del trabajo docente cobre un valor exclusivamente epistemológico al margen de todo criterio político. Las prácticas que desde el punto de vista de estas investigaciones resulten relevantes lo serán al margen de la validez que les confieran sus productores. Se incumple así, entre otros, con los principios de totalidad y de relacionalidad a los que desde un principio nos referimos, quedando trastocada, o “dislocada”, la ética de la investigación. Al mismo tiempo se asigna un valor al conocimiento técnico o experto independiente de sus implicaciones o consecuencias de carácter político, lo que dará lugar, como todos sabemos, al surgimiento y consolidación de la tecnocracia o gobierno de los técnicos que, por ser gobierno, pertenece precisamente al orden político, pero que se oculta ideológicamente al negarse a sí mismo esa condición.

Como los valores de una sociedad no son otros que los valores creados y sostenidos por sus propios ciudadanos, se hace necesario insistir en la reivindicación de la dimensión política de la educación institucional, en todos y cada uno de sus niveles. En el caso de la investigación del profesorado, esa reivindicación pasa por evidenciar los criterios políticos que dicen del valor de la distribución y uso de los conocimientos escolares y profesionales, al igual que los epistemológicos que validan su producción. Pero, puesto que la distribución académica de los conocimientos no puede sustraerse a que simultáneamente sea una re-producción de los mismos, la investigación debe situarse en el núcleo de este problema para superar la violencia de la separación mantenida al seguir diferenciando entre sujetos y objetos. Es verdad que ya se han hecho intentos en tal sentido, aunque en la mayor parte de los casos no demasiado fructíferos como veremos a continuación.

IX. Los riesgos, para el profesorado, de la investigación naturalista

Desde hace unos cuarenta años, como consecuencia de la crisis de racionalidad que afectó en especial a las ciencias sociales y humanas, los planteamientos más extendidos en investigación educativa se vieron contestados (si bien no desplazados) por otra corriente de investigación “naturalista”, de corte interpretativo, que tomaba como referentes básicos la etnografía y algunos supuestos filosóficos (fenomenología y hermenéutica) en lugar de la experimentación y la medición. Investigaciones enmarcables en esta corriente, que ya no es tan nueva a estas alturas, han venido reemplazando paulatinamente a las procedentes de una tradición dominante a la que se rotuló, quizá con cierta frivolidad, como paradigma lógico-empirista o empírico-positivista. Estas otras investigaciones, que conceden la voz a los agentes haciendo que asuman el relato y la atribución de valor a sus propias prácticas, no quedan desde mi punto de vista a salvo de las críticas anteriores. Es de temer que a los abusos derivados de una aplicación de los procedimientos de las ciencias duras al campo de la investigación social y humana, puede estar sucediendo la irrelevancia de una cierta, admítase el término, “desregulación” epistemológica que ha reblandecido tanto los criterios científicos que, hablando con propiedad, éstos pueden hasta haber dejado de serlo. Consciente de la implicación de estas afirmaciones procuraré expresarlas con mayor detalle.

La investigación “naturalista” renuncia expresamente a cualquier pretensión de formular leyes universales. En lugar de ello trata de conferir relevancia particular, local o contextual a sus objetos (de investigación). Esto implica evitar que las particulares visiones, categorías o juicios del investigador interfieran en la obtención de la información cuyo tratamiento debería conducir a ciertas conclusiones. Como el propio procesamiento de los datos puede generar alguna distorsión, se han procurado modelos investigativos que, limitando al máximo las actividades del investigador, garantizaran proporcionalmente la fidelidad de la información al sentido y valor conferido por quienes los producían. Así, la observación, por ejemplo, cayó bajo sospecha porque los constructos o categorías propias del observador podían ser distintos a los de los actores; los cuestionarios y entrevistas estructuradas o semi-estructuradas eran también sospechosas de inducir las respuestas; etc. Se había comenzado por criticar las pretensiones de objetividad de la investigación científica; pero hemos llegado a perseguir de manera compulsiva al fantasma de esa misma objetividad. Además, el temor a que el investigador pudiera estar colocando subrepticiamente sus propias categorías en su visión y determinación de los objetos de investigación ha conducido, en algunos casos, a convertir los procesos de indagación en el mero registro de la producción discursiva“natural” de los actores.

Cuando se cumple lo que hemos venido diciendo, este tipo de investigaciones vuelve a naturalizar los hechos sociales y los discursos, enfrenta el problema de la validez externa remitiendo a una presunta objetividad que se derivaría de la subjetividad de los agentes o, en el mejor de los casos, de los llamados acuerdos intersubjetivos, y priva, en definitiva, a este conocimiento de la formalización y el rigor necesario para ir más allá de un simple dar cuenta de las situaciones de hecho. Como a partir de estas investigaciones difícilmente se pueden determinar las condiciones que permitirían la producción de nuevas situaciones, consolidan viejas formas de actuación pasando por alto que las circunstancias que las aconsejaron en su momento están siendo permanentemente modificadas. Si, además, esas prácticas llegaron a cristalizar en hábitos por vía de la tradición, la creencia, la preferencia personal o el dictado administrativo, es difícil defender a este tipo de investigaciones de la sospecha de ser conservadoras. Dewey señalaba que “La notable diferencia entre una actitud que acepta los objetos de la percepción, el uso y el goce corrientes, como finales, como culminaciones de procesos naturales, y la actitud que los toma como puntos de partida para la reflexión y la investigación, es algo que va mucho más allá de los tecnicismos científicos. Señala una revolución en todo el sentido de la vida, en toda la actitud adoptada frente a la existencia” (BC: 86). De seguir literalmente estas palabras cabría incluso considerar a este tipo de investigaciones como toda una contrarrevolución.

La crítica más certera que ha podido hacerse a la aplicación al campo de lo social y humano de los criterios y formatos de la investigación científica ha sido precisamente la de subordinar los medios a los fines pretendidos, acabando por atender sólo a las consecuencias y sacrificando a éstas algunos principios que se consideraban ajenos o distintos a los procedimientos. Un error que, probablemente, puede haber tenido su origen en la identificación entre fines y consecuencias o, lo que es lo mismo, en una comprensión demasiado limitada del sentido de las consecuencias. Estas no son resultados “finales” si por ellos entendemos momentos en la secuencia temporal; se trata de nuevos ordenamientos de cosas (BC: 119) que se producen como efecto cuando se manejan o manipulan, resultando alteradas, alguna de las fibras de nuestra compleja trama de realidad. Al igual que a ésta, puesto que forma parte de ella, la validez debe someterse al criterio de relacionalidad; los valores se presentan siempre en un complejo que los vincula entre sí a la vez que con las acciones a las que sustenta y confiere sentido. La verdad de los conocimientos o de los resultados de una investigación no es una propiedad de la existencia, sino de nuestras declaraciones acerca de la existencia. Su mejor garantía es que los datos o consecuencias se puedan compartir haciéndolos de índole público-política.

X. La investigación reflexiva

Al arrojar la ciencia como el agua sucia de la bañera, se ha tirado con ella al niño del rigor requerido para la formalización de los conocimientos. Había que criticar ciertos modos de hacer ciencia, porque es cierto que bajo ese nombre se han cometido los mayores desatinos; no contamos, sin embargo, con ningún procedimiento de indagación en las relaciones que componen la trama de la realidad que nos permita conocerlas, sin al mismo tiempo intervenir sobre ellas, porque el mero conocimiento de la realidad implica afectar los sutiles hilos con los que esa trama está tejida. Inevitablemente nos mancharemos las manos, inevitablemente manipularemos la realidad, porque eso forma parte de las características y efectos del pensamiento reflexivo, que es el método que, como especie humana, hemos usado siempre como estrategia para enfrentarnos a determinadas situaciones. La aplicación de esa forma de pensamiento (que es un modo de acción) a una situación hace que ésta ya se vea modificada en las relaciones que la definen. De lo que se trata, en todo caso, es de ver cuáles son los criterios de valor asociados a esos pensamientos y acciones. Pero primero dilucidemos la afirmación anterior referida al pensamiento reflexivo.

Reflexión significa, en sus acepciones más usuales, la acción de reflejarse, o bien la de reflexionar (una acción, en cualquiera de los dos casos). Reflejarse quiere decir hacer que algo nos devuelva la imagen de un objeto; en cuanto a reflexionar, quiere decir pensar sobre los estados o pensamientos propios o sobre la conducta que se va a seguir. ¿En cuál de esos sentidos se relaciona la investigación con el pensamiento reflexivo o requiere de su concurso? En ambos. Por un lado, la investigación nos devuelve la imagen del objeto que hemos sometido a la misma, si bien mostrándolo ahora en sus relaciones con otros objetos cualitativos y/o cuantitativos; no se trata pues de que con la investigación obtengamos nuevos tipos de objetos que posean más realidad de la que tenía el objeto ordinario (BC: 113), sino que nos lo devuelve enunciando las nuevas relaciones en las que queda ahora integrado o por las que ahora es re-definido. Además, recordemos que ningún objeto es tal sin alguna presión, fuerza o tensión que es lo que le da su apariencia y lo constituye; no existe tal cosa como un objeto “en sí” que no forme parte del campo de fuerzas que es la realidad. Investigación es, pues, el estudio de las fuerzas que con-forman al objeto, lo que no puede hacerse sin producir en él, a la vez que sin producir simultáneamente en los investigadores, sujetos de la investigación, nuevas deformaciones o conformaciones. Como del propio término se desprende, ser sujeto de investigación significa ser protagonista de la misma a la vez que quedar sujetado a ella. Toda reflexión no es sino una indagación sobre nosotros mismos, como otras de esas fuerzas o tensiones que nos conforman: la reflexión es una flexión que se vuelve sobre quien la aplica. La definición del objeto de la investigación tiene que ver con el proceso de conocimiento reflexivo (vuelto sobre sí mismo) del sujeto investigador. El sujeto investigador se convierte en un objeto conformado por los objetos que define. Pero, además, puesto que la inteligencia es social, la reflexión ha de ser colectiva y dirigida a esa misma colectividad organizada que es la sociedad. Entonces ésta pasa a ser, a la vez, sujeto y objeto de la transformación inteligente.

En cuanto a los criterios de valor implicados, toda investigación requiere la formulación de juicios; para que estos juicios vayan más allá de la mera constatación de hechos han de expresar algún valor, es decir, quienes los formulan han de ver comprometidos en ellos su propia experiencia, su persona, sus saberes, sus posiciones profesionales y personales, sus visiones de la realidad; en consecuencia suponen siempre un desafío y un riesgo, antes que nada, personal. Pero además, si una situación problemática está definida por ciertos elementos, son esos elementos y sus interrelaciones los que la hacen problemática; en consecuencia, para resolverla, debemos introducir en la misma nuevos criterios de orden que la emplacen en unas dimensiones en las que se hagan intervenir elementos nuevos que tramen nuevas relaciones. “Toda investigación reflexiva, dirá Dewey, arranca de una situación problemática y ninguna situación de esta índole puede ser resuelta en sus propios términos. Desemboca en una situación resuelta únicamente introduciendo material que no se encuentra en la situación misma” (BC: 165). La investigación del y sobre el profesorado parte de unos supuestos respecto a sus relaciones con los procesos de producción, distribución y valoración de los conocimientos que forman parte de la definición del problema. Sólo con el concurso de nuevos materiales, de nuevos elementos, de nuevos supuestos o de nuevas categorías de análisis podemos esperar resolver la situación.

Puesto que es inevitable que nos manchemos, hagámoslo en algo que “valga la pena”, confiramos valor a la inevitabilidad de la manipulación de la realidad que comporta producir y formalizar nuevos conocimientos. Las acciones humanas, incluidas las de los profesores, no son necesariamente, ya lo dijimos, razonables, incluso las que presumen de ser racionales. Mientras los profesores universitarios nos atrincheremos en el dudoso privilegio de ser los únicos que tienen competencia para realizar investigaciones valiosas, estaremos contribuyendo a un expolio, que es el de los conocimientos producidos por el trabajo de otros a quienes después, como ya no lo tienen, nos prestamos a devolvérselo generosamente a cambio sólo de que ellos se hagan cargo del coste de su transformación. ¿No resuena a algo esta lógica? Pero, aunque logremos que todos los profesores realicen investigaciones, si éstas además de seguir siendo irrazonables, confirman la irrazonabilidad de sus objetos, seguiremos declinando aplicar la inteligencia a dirigir nuestros propios asuntos; o, lo que es lo mismo, seguiremos renunciando a implicarnos en una acción inteligente para hacer que en este mundo nuestro tan racional la vida humana sea un poco más razonable. Este es el dilema ético y epistemológico que hará o no políticamente relevantes nuestros discursos; a él nos enfrentamos como profesores e investigadores y en él, a mi juicio, nos jugamos si no la vida sí, al menos, la vida digna.

Nota bibliográfica

Todas las citas y paginación de la obra de John Dewey La busca de la certeza, corresponden a la edición en español de 1952 en Fondo de Cultura Económica (México, Buenos Aires) –citada en el texto como BC– que es, hasta donde yo conozco, la única existente en nuestro idioma. En muchas ocasiones, no obstante, para precisar el sentido de los diferentes conceptos he recurrido a la edición de sus obras completas a cargo de Jo Ann Boydston en Southern Illinois University Press, en su edición del año 1972.

Una versión preliminar de este texto se dictó como conferencia invitada para la apertura del 2º Congreso Nacional de Investigación Educativa La investigación Educativa. Su especificidad y problemática en el marco de las políticas educativas. Universidad Nacional del Comahue, Río Negro (Argentina) en Octubre de 1999.

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X