Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Mascareño, A. 2009. Medios simbólicamente generalizados y el problema de la emergencia. Cinta moebio 36: 174-197. doi: 10.4067/S0717-554X2009000300003

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Medios simbólicamente generalizados y el problema de la emergencia

Generalized symbolic media and the emergency problem

Dr. Aldo Mascareño (amascaren@uahurtado.cl) Departamento de Sociología, Universidad Alberto Hurtado (Santiago, Chile)

Abstract

The theory of generalized symbolic media is a central element of the contemporary sociological theory. Its transversality can be observed in different conceptual models of a diverse epistemological background, as the cases of Parsons, Habermas, Luhmann and Derrida prove it. The paper unfolds the hypothesis that the theorization of symbolic media attains this horizontality in contemporary sociology because it is in best position to explain the social as an emergent order, that is, as an autonomous order whose properties cannot be reduced to the operations of inferior levels.

Keywords: symbolically generalized media, complexity, emergence, expectations, motivation.

Resumen

La teoría de los medios simbólicamente generalizados es un componente central de la teoría sociológica contemporánea. Esta centralidad se observa en su aparición transversal en modelos conceptuales de distinta base epistemológica, como los casos de Parsons, Habermas, Luhmann y Derrida lo constatan. Este artículo indaga en la hipótesis de que la teorización acerca de los medios simbólicos logra esta transversalidad en la sociología contemporánea porque logra dar cuenta de lo social como orden emergente, es decir, como un orden autónomo cuyas propiedades no son reductibles a las operaciones de niveles inferiores.

Palabras clave: medios simbólicamente generalizados, complejidad, emergencia, expectativas, motivación.

Introducción

La teoría de los medios simbólicos ha sido considerada como un programa transversal de investigación de la sociología contemporánea (Chernilo 2002). Por largo tiempo, su transversalidad estuvo circunscrita al campo de la teoría sociológica general (Parsons et al. 1970; Habermas 1990; Luhmann 2007), aunque en el último tiempo ha comenzado a adquirir un carácter también empírico a través de los esfuerzos de modelación y simulación de órdenes simbólicos (Nigel 2009; Reinhold 2006; Daiker 2006; Arroyo/Hassan 2007; Marchione et al. 2009; Mascareño/Salgado 2009). En este artículo quiero sostener la hipótesis que esta transversalización programática de la teoría de los medios simbólicamente generalizados, radica en que ella da cuenta de modo adecuado del carácter emergente de lo social como fenómeno complejo. Complejidad indica una doble imposibilidad: la imposibilidad de relación directa de cada elemento con cada elemento en un espacio de operaciones y la imposibilidad de ejercer un control centralizado de las relaciones entre elementos (Luhmann 1971a, 2007; Willke 1993, 1996). Emergencia en tanto, implica la irreductibilidad de lo social a partículas componentes, lo que supone autonomía objetual, social y temporal de los fenómenos sociales (Parsons 1968a; Archer 1995; Luhmann 2007). Emergencia es, en tal sentido, resultado de una operación selectiva no intencional (de personas o sistemas) que reduce la complejidad basal y la transforma en estructuras de expectativas sociales que estabilizan relativamente el orden social y lo vinculan a motivaciones específicas en el nivel individual.

Para plausibilizar la hipótesis propuesta, quiero mostrar en primer lugar la relación entre complejidad y emergencia en los fenómenos sociales (I), para luego conectar esto con la teoría de los medios simbólicamente generalizados en Talcott Parsons (II), Jürgen Habermas (III), Niklas Luhmann (IV), e indagar en posibles aportes de Jacques Derrida a esta problemática (V). Concluye el texto con una síntesis de la relación complejidad-emergencia-medios simbólicamente generalizados (VI).

I

El empleo del concepto de emergencia está estrechamente relacionado con el análisis de sistemas complejos. Complejidad implica irreductibilidad de la red de elementos y relaciones interactuantes. En las ciencias sociales esto se investiga a través de la “noción de la progresiva emergencia de sistemas disipativos lejanos al equilibrio, autopoiéticos o autorregulados en un espacio evolutivo” (Stewart 2001: 327). Ello genera una dinámica no lineal cuyas interdependencias no pueden ser seguidas sistemáticamente hasta un origen. Los órdenes complejos son, por tanto, altamente contingentes. Para intentar manejar esta contingencia, así como el riesgo que ella implica, y a la vez promover interacciones con mayor predictibilidad, se estabilizan temporalmente determinadas estructuras con propiedades globales autónomas de sus constituyentes que son denominadas órdenes emergentes (Lewin 1995). Por emergencia hay que entender entonces “la existencia de propiedades que tienen poderes causales que son independientes de los poderes causales desde los cuales emergen” (Crane 2001: 1). En este sentido, en lo sucesivo quiero hablar de emergencia sólo cuando lo social muestra propiedades autónomas no reductibles a otros niveles con los que, sin embargo, evidencian relaciones de acoplamiento y mutua influencia causal. Por influencia causal no entiendo causas eficientes o deterministas, sino irritaciones de un nivel sobre otro que pueden o no ser aceptadas, dependiendo de si caen dentro de los límites de variabilidad definidos por la autonomía de cada nivel (Mascareño 2007, 2008).

La discusión contemporánea en ciencias sociales sobre el concepto de emergencia es amplia (Parsons 1968a; Bashkar 1978; Mihata 1997; Stephan 1999; Archer 1995, 2003; Luhmann 1991, 2007; Emmeche et al. 2000; Fuchs/Hofkirchner 2005). En este espacio, quisiera centrarme en el modo en que Parsons, Archer y Luhmann entienden la relación complejidad-emergencia, para de ahí derivar algunas categorías aplicables a la teoría de los medios simbólicos.

En el Parsons de 1937 (La estructura de la acción social) es donde por primera vez aparece el concepto de emergencia en la sociología contemporánea empleado en un sentido técnico. Para Parsons no hay una identidad entre sistema y emergencia. Para él los sistemas que superan un ‘cierto grado’ de complejidad muestran relaciones emergentes. Las propiedades de estas relaciones no pueden ser inferidas desde el acto-unitario ni desde su marco de referencia. Surgen desde vinculaciones estabilizadas entre actos. Parsons lo sintetiza del siguiente modo: “La última unidad es siempre el acto unidad, con la estructura fundamental de los elementos que lo constituyen. Luego son inherentes al marco de referencia un cierto número de relaciones ‘elementales’ entre los varios actos unidad de cualquier sistema […] Finalmente, están las relaciones emergentes de las unidades de los sistemas. Estas no son lógicamente inherentes al concepto de sistema como tal, pero se muestra empíricamente que existen en sistemas que van más allá de ciertos grados de complejidad” (Parsons 1968a: 890-891). Relaciones emergentes para Parsons son, por ejemplo, la racionalidad económica y la integración de valores. Ellas también deben ser consideradas por el realismo analítico, aunque desaparezcan si el sistema se descompone (analíticamente) en unidades o partes. Se observan, en este sentido, como órdenes emergentes de tipo relacional (que orientan mutuamente a los individuos entre sí) y agregacional (que generan propiedades manifiestas no derivables de las personas) (Parsons 1968a: 903ss).

Las formas de intercambio simbólico que Parsons comenzará a desarrollar a partir de los Working Papers (a inicios de los años cincuenta), son claramente relacionales, en el sentido que permiten la coordinación de acciones entre alter y ego, y agregacionales, en tanto las propiedades de los medios simbólicos no son inferibles a partir de las personas, sino de sus relaciones emergentes (así con el dinero, el poder, la influencia y el compromiso valórico, para el caso del sistema social). Esto establece, desde Parsons, criterios relevantes para observar la operación de los medios simbólicos como constelaciones de sentido emergentes en los sistemas sociales.

En el caso de Margaret Archer, el problema de la emergencia se observa a través de la distinción agencia/estructura. Ambos niveles son vistos como estratos de realidad distintos, cada uno con propiedades autónomas e irreductibles. En el nivel estructural habrá propiedades emergentes de tipo estructural y también cultural (institucionales y simbólicas); el nivel de la agencia también mostrará propiedades emergentes (pensar, creer, deliberar, intentar, por ejemplo). Las primeras tienen prioridad temporal, relativa autonomía y eficacia causal frente a los miembros de la sociedad, y por ello desarrollan condicionamientos hacia ellos. Como se trata, sin embargo, de condicionamientos y no de determinación, se produce un juego recíproco entre los poderes causales emergentes de estructura y agencia. En tal sentido, es pertinente hablar de constrains y enablements derivados desde las propiedades emergentes estructurales y culturales que obstaculizan o promueven el logro empresas agenciales específicas o proyectos: “Aquellos [constrains y enablements] tienen poder generativo para impedir o facilitar proyectos de diferente tipo de grupos o agentes diferencialmente ubicados. Sin embargo, la activación de sus poderes causales es contingente en relación a los agentes que conciben y persiguen los proyectos sobre los cuales ellos tendrán efecto” (Archer 2003: 7). Puesto en otros términos, la deliberación reflexiva de los agentes tiene también capacidad para (contra)modelar los intentos de modelación de los poderes emergentes causales de la estructura y la cultura.

Para entender las constelaciones simbólicas como órdenes emergentes, la distinción constrains/enablements es de alta relevancia. Los medios simbólicos especifican un campo de posibilidades en el cual facilitan un rango de modalidades de interacción o comunicación y desincentivan otros. Esto, sin embargo, no impide a los individuos operar de manera desviada (Parsons), estratégica (Habermas) o contingente (Luhmann). Precisamente –quiero sostener– esta imposibilidad de determinación de los individuos a través de las estructuras de expectativas condensadas en medios simbólicos, es lo que permite la variación de los mismos.

La relación complejidad-emergencia está en el núcleo arquitectónico de la teoría de Niklas Luhmann. Mientras Archer presupone una ontología estratificada del mundo (personas/agencia/estructura), Luhmann presupone complejidad. Un mundo complejo no es un mundo aprehensible en su amplitud para la observación sistémica. Por ello se debe seleccionar. Cada selección, en tanto, abre la contingencia del mundo (pudo ser de otro modo), lo que vale tanto para ego como para alter. Por ello, entre alter, ego y mundo emergen evolutiva y selectivamente estructuras de expectativas relativamente estabilizadas que no resuelven la calculabilidad de alter para ego, de ego para alter y de ambos para el mundo (pues se trata siempre de sistemas autorreferenciales), pero que permiten una mutua presuposición que posibilita la coordinación de acciones y comunicaciones: “[Alter y ego] Permanecen separados, no se funden, no se comprenden mejor que antes; se concentran en lo que pueden observar en el otro como sistema-en-un-entorno, como input y output, y aprehenden en cada caso su forma autorreferencial desde su propia perspectiva de observador. Pueden tratar de influir en lo que observan por medio de su propia acción, y nuevamente pueden aprender del feedback. De este modo se puede generar un orden emergente condicionado por la complejidad de los sistemas que lo hacen posible, lo cual no depende de si esta complejidad también se puede calcular o controlar. A este orden emergente lo llamaremos sistema social” (Luhmann 1991: 125).

Los medios simbólicos son un elemento decisivo en la estabilización de sistemas sociales. Como órdenes emergentes, los medios acoplan selectividad social y motivación individual, la que permanece autorreferencialmente guiada tanto en el nivel social como en el nivel individual; permiten a los individuos presuponer el éxito de su comunicación y a la sociedad la aceptación motivada de su selectividad. No resuelven el problema de la calculabilidad de sistemas autorreferenciales, pero sí posibilitan abordarlo con expectativas de coordinación en ambos lados de la relación.

Si los medios simbólicos pueden ser descritos como órdenes emergentes, entonces debieran mostrar las propiedades descritas más arriba. Esquemáticamente estas son:

1) Propiedad relacional. Los órdenes emergentes deben contener mecanismos para la orientación de las relaciones mutuas entre individuos (Parsons 1968a, 1937: 903ss).
2) Propiedad agregacional. Los órdenes emergentes que generan dinámicas propias no derivables de las personas (Parsons 1968a, 1937: 903ss).
3) Propiedad de constricción. Las dinámicas de los órdenes emergentes operan como limitación de posibilidades sobre la acción individual (Archer 1995)
4) Propiedad de habilitación. Las dinámicas de los órdenes emergentes ofrecen vías de transformación estructural a la acción individual (Archer 1995).
5) Propiedad de condicionamiento selectivo. La constricción de posibilidades mueve a los individuos a la selección entre múltiples alternativas (Luhmann 1997).
6) Propiedad de acoplamiento motivacional. Para la selección, los órdenes emergentes deben proveer los motivos adecuados para que los individuos vinculen sus vivencias y acciones a la selectividad social (Luhmann 1997).

Esto, más una evaluación de posibles aportes de Jacques Derrida a esta discusión, es lo que se observa en las siguientes secciones.

II

La teoría de los medios simbólicos se inicia con Parsons bajo la forma de medios de intercambio simbólicamente generalizados en el marco del paradigma de las cuatro funciones, también conocido como esquema AGIL. El desarrollo del AGIL arranca del trabajo conjunto de Parsons con Robert Bales a inicios de los años cincuenta. En este trabajo, el desafío consistía en la ampliación del análisis realizado por Bales (1950) para pequeños grupos: “Se sostuvo que un sistema tal debería tener cuatro ‘problemas funcionales’ principales, descritos, respectivamente, como los de adaptación a condiciones de la situación externa, de control instrumental sobre las partes de la situación en el desempeño de las tareas orientadas a metas, del manejo y expresión de sentimientos y tensiones de los miembros, y del mantenimiento de la integración social de los miembros entre sí como una colectividad solidaria” (Parsons et al. 1970: 54).

En este espacio tetrafuncional, la dimensión simbólica jugó un rol central desde el comienzo, en el que se advierte el por qué de la selección conceptual de Parsons para construir la categoría de medios de intercambio simbólicamente generalizados. Por simbolización entiende Parsons la atribución de una significación secundaria a un objeto situacional o principal, que emerge de la relación entre aspectos cognitivos, catécticos (actitudinales) y evaluativos –las orientaciones motivacionales del actor (Parsons 1966). Parsons reconoce tres constelaciones simbólicas: expresiva, cognitiva y evaluativa. La primera se orienta a la reducción de tensiones y será lo que posteriormente pasará a denominarse latencia; la segunda se vincula a la adaptación, cuyo nombre se conserva en el esquema final, y la tercera se asocia a la integración sistémica –integración en el AGIL–, esto es, a una ordenación sintético-selectiva, en base a criterios morales estructurados en sistemas, de las posibilidades de orientación motivacional cognitiva y catéctica. Las tres deben involucrar un desempeño, es decir, un acto en la dimensión instrumental orientada al logro de metas (G). En este sentido, el espacio instrumental puede siempre aparecer simbolizado desde las restantes dimensiones para impulsar la consecución de objetivos, aunque se vincula por lo general a una dimensión simbólico-cognitiva. Sin embargo, en procesos de interacción entre sistemas de acción, la dimensión cognitiva nunca opera aisladamente: no se comunica sólo información, sino también contenidos expresivos y evaluativos. En este contexto es donde por primera vez surge la idea aún difusa de medio simbólico: “el insumo a través de los procesos adaptativos entraña la información proveniente de otros sistemas de acción, por conducto de los medios simbólicos, por lo tanto, se interpreta a algunos de los objetos de la situación como símbolos con significados intencionales, que les otorgó algún actor” (Parsons at al. 1970: 82). Central para la consolidación de estos medios es el proceso que Parsons llama generalización de catexis en el que cada objeto-situacional adquiere significación emocional como sentimiento colectivo, “de modo tal que se crea un ‘complejo simbólico’ alrededor del objeto principal” (Parsons et al. 1970: 93). La generalización apunta a la integración simbólica de diversos objetos-medios asociados al objeto principal que hacen emerger una significación secundaria o simbólica. Se observan en esto los criterios de relacionabilidad y agregabilidad que Parsons atribuye a los órdenes emergentes: la generalización de catexis no derivable de un sujeto aislado, no se puede inferir de cada uno de ellos vistos aisladamente (agregabilidad), sino que emerge de la relación de ellos en torno a objetos principales y secundarios (relacionabilidad).

Esta generalización de catexis, en conjunto con la idea de medio simbólico y objetos-medios, están a la base de la teoría de los medios de intercambio construida por Parsons posteriormente. El giro definitivo hacia ella tiene lugar con la publicación de Economy and Society (Parsons/Smelser 1956), en el que se entiende a la economía como sistema adaptativo de la sociedad y se analizan sus inputs y outputs (relacionabilidad) con las otras dimensiones de la sociedad: “Suponiendo que nuestra asignación de las entradas y los destinos de las salidas entre los otros tres subsistemas era correcta […] pudimos diseñar un paradigma ‘de los intercambios’ para el sistema social como totalidad” (Parsons 1977: 38). En este esquema de los intercambios, el dinero aparece como medio privilegiado de la relación de la economía con el resto del sistema social; se podría decir, como medio privilegiado para un tipo de generalización de catexis que promueve intercambios con otras dimensiones. De esto, Parsons deriva lo siguiente: “Si la idea de un paradigma general de intercambio para el sistema social como totalidad tenía sentido, parecía lógico sin embargo, pensar que el dinero debería ser miembro de una familia de medios generales comparables; de hecho, debería haber cuatro de ellos para el sistema social” (Parsons 1977: 39). Los otros cuatro medios propuestos en los años siguientes fueron el poder (G) (Parsons 1963a), la influencia (I) (Parsons 1963b) y compromiso valórico (L) (Parsons 1968b).

La noción de medios de intercambio simbólicamente generalizados, es entonces un elemento co-originario a la diferenciación de cuatro funciones: mientras las cuatro funciones tienden a la fragmentación del sistema, la generalización de catexis simbólica tiende a la coordinación de la diferenciación y a la reproducción de su unidad, o puesto en otros términos, a la relacionabilidad de dimensiones simbólicas agregativas no dependientes de los individuos tomados aisladamente. Dinero, poder, influencia y compromiso valórico operan como objetos-medios, o como medios simbólicos, cuya función es la regulación de las entradas y salidas de las cuatro dimensiones del sistema social, es decir, de sus intercambios.

La profundización en el esquema AGIL en los años setenta, lleva a Parsons a la complementación de la teoría de los medios para el caso del sistema general de la acción –cuyos medios son la inteligencia, el rendimiento, los sentimientos colectivos y la interpretación (Parsons 1970)– y para el paradigma de la condición humana, en el que los medios son: orden empírico, salud, significado simbólico y orden trascendental (Parsons 1978). A modo de ejemplo, en el nivel I del sistema general de la acción, el medio simbólico generalizado de los sentimientos colectivos, es definido por Parsons como crucial para el compromiso individual de participación social, para la catexis de estándares morales que regulan el orden institucional y para las formas de institucionalización de esos estándares (Parsons 2007: 198). Precisamente en el análisis de este medio, Parsons revisa los fundamentos de esta operación funcional para los individuos, el sistema social y el cultural. Los medios del sistema general de la acción, primero, están basados en un orden normativo cultural en carácter, con autoridad moral e institucionalizados en el sistema social.  En este sentido, operan como medios constrictores de la acción, en el modo en que Archer describe órdenes emergentes. Como medio circulante, en segundo lugar, operan también como medios habilitadores (enabling) de la acción, en tanto, constituyen un entorno relativamente estable y satisfactorio para que ella tenga lugar. Asimismo, crean, mantienen, movilizan y combinan factores de solidaridad para el sistema social (Parsons 2007: 199).

Esta idea es la que se había formulado originalmente en 1951 en El sistema social (1966) sin el paradigma de las cuatro funciones como marco de referencia: la orientación motivacional de tipo evaluativo, basada en criterios morales, constituye una síntesis de las orientaciones cognitiva y catéctica que selecciona pautas de orientación de valor estructuradas en el sistema social en forma de expectativas. La orientación evaluativa distingue entre motivación adecuada y desviada. Para esta última son necesarios mecanismos de control; la primera en cambio opera por obligación o aceptación institucionalizada, es decir, la motivación es adecuada en tanto se ajuste a las estructuras de expectativas socialmente formadas. Si no lo hace, no es aceptada en el sistema social y con ello se activan los mecanismos de control (Parsons 1966: 30ss). Los medios, de este modo, constriñen el rango de selección y habilitan a las personas para operar en el sentido del medio. Si en cambio la conducta no se adapta a estas constricciones, entonces se la califica de desviada, con lo que se activan otros órdenes simbólicos institucionalizados que constriñen nuevamente la acción.

En Parsons parece haber menos espacio que en Archer y Luhmann para la autonomía de la acción. Especialmente a nivel del sistema general de la acción, la interpenetración del sistema de la personalidad (G) con el sistema social (I) y la cultura (L), revelan una subordinación cibernética de la primera a las otras dos instancias. Por ello Parsons puede hablar de conducta desviada cuando la acción no se somete a normas institucionalizadas y no ve en ello una fuente importante de variación institucional o normativa. En tal sentido, los medios simbólicos de intercambio desarrollan una interpenetración asimétrica con la personalidad, no un acoplamiento en el sentido de Luhmann, aunque por cierto cumplen con los criterios relativos a órdenes emergentes de relacionabilidad y agregabilidad del propio Parsons, y con las propiedades de constricción y habilitación de Archer.

En el caso de la condición humana, en tanto, un ejemplo de interés es el del significado simbólico como medio. Este está anclado en el mismo sistema general de la acción (I en la condición humana) y se basa en el lenguaje, “el vehículo más generalizado para la adquisición y comunicación de significado simbólico y el cual, para nuestros propósitos, es la capacidad humana más distintiva que define lo que queremos decir por acción” (Parsons 1978: 395). Parsons prefiere entender el significado simbólico como medio y no el lenguaje por que lo que circula es sentido y no formas gramaticales, las que sólo serían su soporte. El significado simbólico es adquirido y transmitido vía comunicación, de tal forma, su carácter relacional emergente es explícito en Parsons; y su propiedad agregativa viene implícita en el hecho que deban ser ‘adquiridos’. Esto parece también sustentar la idea de una interpenetración asimétrica entre significado simbólico e individuos (por oposición a una relación de acoplamiento). Sin embargo, en este nivel del paradigma de la condición humana, Parsons se abre a la posibilidad de influencia individual en las constelaciones simbólicas: “La provisión de significado disponible en una cultura dada en un momento determinado, no necesita ser asumida para ser prefijada; más bien, es capaz de aumentar o mejorar por la acción humana […] Parece razonable suponer que lo que puede ser llamado ‘escritura creativa’ bien puede ser una manifestación de este fenómeno, tanto como lo sería el ‘descubrimiento’ científico” (Parsons 1978: 396). De esta manera, el medio simbólico funciona en la misma dirección que las constricciones y habilitaciones de los órdenes emergentes de Archer: si la acción humana (proyectos en Archer) tiene la capacidad de aumentar o mejorar el medio de los significados simbólicos, entonces este no sólo constriñe, sino que también habilita la autonomía de la agencia para realizar variaciones en ese espacio. Esto también puede ser observado en la teoría de los medios de Jürgen Habermas y de Niklas Luhmann.

III

Jürgen Habermas arranca su análisis de la teoría de los medios en el marco de su teoría evolutiva del desacoplamiento progresivo de sistema y mundo de vida y de la subsecuente formación de sistemas de acción racional con arreglo a fines que quedan desligados de una base lingüística y, por tanto, de los criterios de acción racional orientada al entendimiento: “En el curso de la diferenciación entre acción orientada al éxito y acción orientada al entendimiento se forman dos tipos de mecanismos de descarga, y ello en forma de medios de comunicación que, o bien condensan, o bien sustituyen al entendimiento lingüístico” (Habermas 1990: 255-256). Los últimos son denominados medios de control, en razón de la aceptación que producen las condiciones de motivación empírica que los sustentan (dinero, poder); los primeros son, en tanto, formas generalizadas de comunicación basadas en una confianza motivada racionalmente (medios lingüísticos).

En este marco, se hace visible la separación de integración social e integración sistémica que está en la base de la teoría sociológica de Habermas y que incluso lleva a la definición de un concepto dual de sociedad como sistema y mundo de vida. Los medios de control sistémico producen una alta economía de información, tiempo, gasto de interpretación y contribuyen a “la eliminación del riesgo de que se quiebren las secuencias de acción” (Habermas 1990: 375); mientras que los medios lingüísticos, “como son la influencia y el compromiso valorativo, exigen actos ilocucionarios y dependen, por tanto, de los efectos de vínculo que tiene el lenguaje cuando se lo usa con vistas al entendimiento” (Habermas 1990: 399). Si el problema en Parsons era una diferenciación funcional que debía ser integrada por mecanismos de intercambio simbólico, el problema en Habermas queda reflejado en una escisión evolutiva de sistema y mundo de vida que debe ser reacoplada. Con ello, la propiedad de relacionabilidad de órdenes emergentes descrita por Parsons está contenida en el origen de la teoría de los medios de Habermas.

La alta complejidad de la sociedad hace imposible este reacoplamiento para el caso de sistemas especializados como la economía y el poder político-administrativo. Lo hace imposible al menos directamente por la vía de valores normas y entendimiento intersubjetivo que caracterizan al mundo de vida, y que están en última instancia basados en las propiedades del lenguaje ordinario. Sin embargo, por vía de la institucionalización de los medios dinero y poder administrativo, ellos quedan anclados en los criterios de legitimación del mundo de vida. El mecanismo que permite esta relación es el derecho: “El lenguaje del derecho […] da a comunicaciones provenientes del mundo de la vida, una forma en la que esos mensajes pueden ser también entendidos y asumidos por los códigos especiales de los sistemas de acción autorregulados, y a la inversa. Sin este transformador el lenguaje ordinario no podría circular a lo largo y ancho de toda la sociedad” (Habermas 2000: 434). Como en el caso de Parsons, la posición de mediación que Habermas asigna al derecho abre una zona de interpenetración (relacionabilidad como propiedad emergente), ahora entre sistema y mundo de vida, que posibilita un intercambio simbólico: validez desde el mundo de vida hacia el sistema y aceptación institucionalizada desde el sistema al mundo de vida. En términos de las propiedades emergentes de Archer, se puede decir que el derecho habilita a los individuos a promover cambios estructurales por medio de acción comunicativa, pero que a la vez los constriñe de dos formas: mediante la aceptación a que los somete a través de los mecanismos institucionalizados del derecho y, en tanto Habermas funda la legitimidad del derecho en la acción comunicativa, a través de los requerimientos de operación sobre las estructuras formales del lenguaje ordinario (actos de habla).

Visto desde el punto de vista de la teoría de los medios, la distinción sistema/mundo de vida refuerza la idea de medio intercambio de Parsons, ahora para el caso del derecho. El derecho es el resultado emergente formal y a la vez sustantivo de una acción comunicativa fundada en deberes ilocucionarios provistos por el lenguaje ordinario. Este es sin duda un aporte central de Habermas al programa de la teoría de los medios (Chernilo 2002: 442ss), que a la vez especifica la posición parsoniana en torno al lenguaje como el soporte desde el cual es posible la generación de todo significado simbólico no sólo para la sociedad, sino para su entorno más amplio del sistema general de la acción, como medio de integración de la condición humana (criterio de agregabilidad como propiedad emergente).

Sin embargo, para los medios dinero y poder administrativo, como el propio Habermas indica, el derecho sólo puede irradiar entendimiento lingüístico: “Una moral racional [argumentativamente fundada] que sólo cobrase eficacia a través de procesos de socialización y de la conciencia de los individuos permanecería restringida a un estrecho radio de acción. En cambio a través de un sistema jurídico con el que está internamente vinculada, la moral puede irradiar sobre todos los ámbitos sistémicamente autonomizados de interacciones regidas por medios de regulación o control sistémico, que descargan a los actores de todas las exigencias morales a excepción de la única de una obediencia generalizada al derecho” (Habermas 2000: 183-184).

Es decir, dinero y poder administrativo no operarían sobre la base del lenguaje, sino por medio de una obediencia o aceptación generalizada del derecho, el que efectivamente cuenta con una producción discursiva resumida en el denominado principio D (Habermas 2000: 173ss). Esta idea de aceptación generalizada es un rasgo pragmático de los medios de control, y constituye a nuestro entender, otra contribución de Habermas a la la teoría de los medios –idea que en todo caso ya había sido esbozada por Parsons en el concepto de motivación adecuada como obligación o aceptación de estructuras de expectativas institucionalizadas (Parsons 1966), que desde Archer puede ser entendida como propiedad constrictiva de un orden emergente y desde Luhmann como un acoplamiento entre selectividad social y motivación individual. Dada la complejidad, irreductibilidad y aceleración temporal de las relaciones sistémicas, la aceptación que fluye desde los medios dinero y poder hacia el mundo de la vida a través del derecho, permite la descarga de los individuos de las responsabilidades de acuerdo racional en cada transacción económica o decisión política: ahorra información, tiempo, disenso, reduce el riesgo de la interrupción de la acción y permite la orientación de los individuos a las tareas de reconstrucción continua del mundo de vida sobre medios lingüísticos. Parsons explica esta aceptación como rendimiento de una orientación motivacional evaluativa que define motivaciones adecuadas a la institucionalización del sistema social y que permite a los individuos orientarse no sólo cognitivamente, sino también catécticamente (es decir actitudinalmente) hacia la sociedad. La aceptación presupone una generalización de catexis, asociada a una dimensión cognitiva y fundamentalmente evaluativa, que incluye al objeto principal en un plano de significación que incorpora objetos secundarios, es decir, que genera una constelación o medio simbólico.

De esta manera, el modo de regulación ejercido por los medios de control no podría ser entendido de manera puramente fáctica. Para lograr coordinar acciones, aunque ellas se basen en motivaciones empíricas, los medios de control deben ser aceptados como válidos, sea como evaluativamente válidos (por su anclaje institucional), o al menos como catécticamente válidos, es decir, como objetos de catexis generalizada. Sólo en este sentido se podría entender la irradiación de la moral sobre los sistemas de acción autonomizados a través del derecho. El dinero y el poder se aceptan como medios de control, simbolizan el intercambio que producen y lo fundan actitudinal, evaluativa, catéctica o vivencialmente por vía no necesariamente lingüística, aunque sí necesariamente actitudinal. La validez significativa queda con ello establecida como símbolo de una aceptación no únicamente  argumentativa.

La especificación de este modelo simbólico de aceptación se logra con Luhmann; en tanto, la disociación de objeto primario y secundario con Derrida.

IV

La contribución de Niklas Luhmann a la teoría de los medios simbólicos, arranca de una reflexión sobre el problema de la complejidad y doble contingencia como obstáculo central a la emergencia de la sociedad, en tanto esta pueda ser conceptualizada como estabilización evolutiva (por tanto relativa y contingente) de cadenas de selección diferenciadas. Complejidad significa que hay más posibilidades en el mundo de las que pueden ser actualizadas. La actualización es contingente en tanto lo seleccionado no es imposible, aunque tampoco necesario, dada la existencia de otras posibilidades que permanecen en el sentido. Esto supone selección como reducción de complejidad y la reducción implica riesgo (Luhmann 1971a). El riesgo no sólo deriva de la contingencia de la selección, sino de la doble contingencia implicada en el proceso: “La duplicación comprende toda la estructura: el potencial generalizado para concebir hechos como selecciones que implican negaciones, para negar estas negaciones y para reconstruir otras posibilidades […] La duplicación no duplica al mundo y no constituye dos ámbitos separados de contingencia. El potencial es universal para cada sujeto y es un aspecto de las constituciones significativas de su entorno, de manera que ego tiene que identificar a alter como otro sujeto en su mundo, y viceversa” (Luhmann 1998a: 17). Toda selección individual es una negación de posibilidades que permanecen en el sentido y que pueden ser nuevamente negadas en vistas a su actualización. Doble contingencia es doble negación virtual: de las selecciones subjetivas de alter y ego, y de las posibilidades significativas del entorno.

El carácter subjetivo y a la vez universal de la contingencia (como doble contingencia), hace que las cadenas de selección (o ‘secuencias de acción’ en el lenguaje de Habermas) sean altamente frágiles en ausencia de un mecanismo que probabilice su emergencia frente a posibilidades alternativas. Dado que el sentido es diferencia y suma de actualidad y posibilidad, y puesto que la doble contingencia hace la selectividad de alter selectivamente disponible para ego y viceversa (en tanto la somete a la posibilidad de doble negación), se requiere de un mecanismo que promueva la aceptación motivacional (o catéctica) de determinadas cadenas de selección por sobre otras.

En la formulación de Parsons, reforzada bajo la idea de control cibernético, todos los medios se someten a un control normativo-cultural en la dimensión L. El recurso a las normas, sin embargo, retrotrae el problema de la aceptación a una explicación naturalista, tradicionalista o institucional, lo que en cada caso señala que la estabilización simbólica ya se ha producido de algún modo, el que regularmente queda indeterminado (Luhmann 1998a). En el caso de Habermas la aceptación motivacional proviene de la argumentación operada en el lenguaje, y en especial de sus deberes ilocucionarios. No obstante, si bien la argumentación racional puede contribuir a la estabilización de secuencias de acción o cadenas de selección, el propio lenguaje requiere de la estabilización previa de sus motivos, especialmente en situaciones orientadas al entendimiento. La pretensión de validez de alter debe ser inicialmente catectada por ego, y la catexis no se vivencia en el lenguaje, sino en el sentido, como percepción de las percepciones de otros (Luhmann 1971b: 303). El lenguaje la puede transformar en acción (comunicativa) cuando ya ha sido vivencialmente (motivacional, catécticamente) aceptada.

Si las normas y el lenguaje son insuficientes para explicar la normalización de la recurrencia de determinadas cadenas de selección por sobre otras, entonces el mecanismo debe contener una relación inmanente de selección social y motivación individual: “A este tipo de modelo le llamamos medios de comunicación simbólicamente generalizados. Entonces, los medios resuelven el problema de la doble contingencia a través de la transmisión de la complejidad reducida. Emplean su modelo de selección como un motivo para aceptar la reducción, de manera que la gente se junte entre sí en un mundo estrecho de entendimientos comunes, expectativas complementarias y temas determinables” (Luhmann 1998a: 25 —cursivas AM).

El modelo de operación de los medios une selectividad sistémica con motivación individual. No se trata en este caso –como en Parsons y Habermas– de un intercambio entre ámbitos que se presuponen abiertos (dimensiones del AGIL, sistema y mundo de vida respectivamente), sino de un acoplamiento o selectividad coordinada entre sistemas cerrados, en este caso, entre individuo y sociedad, o en términos más abstractos, un acoplamiento de la contingencia subjetiva y universal. Sólo la comunicación que se sobrepone a su carácter efímero de evento –y a su consecuentemente constante riesgo de fracaso– por medio del enlace de un evento comunicativo a otro, puede lograr esta coordinación. El enlace, sin embargo, puede ser de dos tipos: un o un no a la oferta comunicativa, es decir, una aceptación o una negación (o rechazo). Si hay aceptación, hay éxito; si tiene lugar una negación, la cadena se interrumpe, se disuelve o varía evolutivamente hacia una nueva estabilización. La estabilización contingente de lo social dependen entonces constantemente del éxito de la comunicación. La desarrollo de los medios, como órdenes emergentes con las propiedades parsonianas de promover la relacionabilidad entre alter y ego y de agregabilidad de selecciones sociales, probabilizan este éxito, y a él contribuyen en igual medida los individuos (alter y ego) y la formación de sistemas sociales.

Los individuos participan de la mediación simbólica a través de sus dos modalidades significativas de emerger en el mundo: la vivencia y la acción (Luhmann 2005). Esto vale para ego tanto como para alter, de manera tal que los medios de comunicación simbólicamente generalizados coordinarán la relación selección-motivación promoviendo: i) la aceptación simultánea de vivencias de alter y ego (medios verdad, valores), ii) la aceptación simultánea de una vivencia de alter y una acción de ego (medios amor, influencia), iii) la aceptación simultánea de una acción de alter y una vivencia de ego (medios propiedad, dinero, arte), y iv) la aceptación simultánea de acciones de alter y ego (medios poder, validez jurídica) (Luhmann 1971b, 1997, 1998a, 1998b, 2005, 2007). La formación de sistemas, en tanto, contribuye a la probabilización del éxito de la comunicación por medio de la fijación de estructuras de expectativas con mayor disposición al cambio (cognitivas) o con mayor disposición a la permanencia (normativas). La combinación de ambas permite el juego recíproco de variación y estabilidad sistémica en la dimensión temporal. Por ello los sistemas nunca permanecen idénticos a sí mismos. Dicho en otros términos, los medios simbólicos institucionalizan constantemente en el nivel sistémico selecciones sociales individualmente motivadas de acciones y vivencias de alter y ego, pero no coercionan la selección, sólo ofrecen condiciones de aceptación y éxito en un nivel simbólico. Son constrictivas y habilitantes en el sentido de los órdenes emergentes de Archer. La catexis de sentido prelingüístico de la vivencia y la acción, por un lado, y la institucionalización de sistemas, por otro, mueven al reconocimiento de estas condiciones de aceptación, y los medios por su parte motivan a su selección. Con ello se modaliza la actualización de determinadas cadenas de selección (y no de otras), de determinadas secuencias de acciones (y no de otras), para concretización de expectativas sociales diferenciadas.

Visto desde el punto de vista de la teoría de los medios, el problema de la doble contingencia y la distinción vivencia/acción reespecifican el problema del intercambio descrito en Parsons y Habermas en forma de selectividad coordinada. Con Derrida, el concepto de símbolo puede adquirir una nueva significación.

V

No es autoevidente la inclusión de Jacques Derrida en una teoría de los medios simbólicos, precisamente porque él no la tematiza como tal (y seguramente la consideraría demasiado verdadera para ser cierta). Sin embargo, la reflexión sobre algunos aspectos de su teoría puede ser de utilidad para una reconstrucción de la noción de medio simbólico en tres aspectos: a) una crítica a la distinción objeto primario/objeto secundario de Parsons, b) una reevaluación de la centralidad del lenguaje en Habermas, y c) una especificación del vínculo selección-motivación en Luhmann.

a) La concepción parsoniana de símbolo se compone de significados cognitivos (información) y expresivos (actitudes): “‘se refiere’ a los objetos y hechos situacionales y a la vez ‘expresa’ las actitudes de uno o más actores” (Parsons et al. 1970: 59). Mediante las fórmulas ‘se refiere’ y ‘expresa’, Parsons remite a la secundariedad del símbolo en relación a un objeto en el mundo y a un sujeto que actúa, los que serían las fuentes de primarias de la secundariedad representativa del símbolo. El símbolo es un objeto subsidiario de una entidad originaria, cuya relación debe ser formulada “en las ‘leyes de asociación’ de designatum y objeto simbólico” (Parsons el at. 1970: 35). Intrínsecamente la relación de representación es arbitraria, “deben ser, empero, ‘congruentes’ con las pautas de orden en los sistemas-objeto a los que aluden” (Parsons et al. 1970: 36).

La vinculación representativa de significado (objeto, actor) y significante (símbolo), que ya Saussure había considerado arbitraria en el marco del lenguaje (1964), es uno de los motivos centrales del giro derrideano: “La diferencia entre significado y significante pertenece de una manera profunda e implícita a la totalidad de la extensa época que abarca la historia de la metafísica” (Derrida 2003: 19). El ‘objeto’ del análisis de Derrida es, de cualquier modo, mucho más amplio que la crítica a esta relación de representatividad significante-significado. Se orienta ante todo a la deconstrucción de la tradición filosófica occidental a la que Derrida ve fundada en una metafísica de la presencia, para la cual la verdad del mundo está en el eidos, en última instancia, en el sujeto. De ello se sigue una relación de representación intrínseca entre el habla (la voz) y el pensamiento (o los estados del alma): el habla expresaría la verdad de la conciencia, el significado verdadero sólo podría ser encontrado en la presencia; no tendría la propiedad agregativa, que el propio Parsons atribuía a los órdenes emergentes. El movimiento de Derrida consiste en la deconstrucción de esta tradición y en la construcción de una ciencia de la escritura, o gramatología (Derrida 2003).

Lo primero que se debe hacer para ello es la reivindicación de la escritura, o más precisamente de la arqueo-escritura, como (no-)origen del lenguaje; escritura que había sido degradada por la tradición metafísica occidental a una simple representación exterior del habla, a una forma ultrajada de habla que oculta la presencia última que le da sentido. Escritura para Derrida no es, sin embargo, sólo grafos. Como arqueo-escritura, ella es espaciamiento y juntura a la vez, es huella que separa y a la vez encuentra a una entidad con otra y de las cuales es su condición de posibilidad; es anterior pero se invisibiliza en presencia del ente: “El campo del ente, antes de ser determinado como campo de presencia, se estructura según las diversas posibilidades –genéticas y estructurales– de la huella” (Derrida 2003: 61). Escritura es inscripción, es el trazo que diferencia espacios, la institución durable de un signo que le aporta un carácter de arbitrariedad aceptada, y en ese sentido, “cubre todo el campo de los signos lingüísticos” (Derrida 2003: 58).

La escritura como espaciamiento y huella es condición del lenguaje, de todo lenguaje y de toda significación, pero carece de propósito, es un devenir de significación, una deriva de sentido para la que no existe finalidad y la que no debe (no tiene cómo) representar un ente, pues no hay ente previo a la huella. La cosa en sí es un signo sometido a la différance: “Todo concepto está por derecho y esencialmente inscrito en una cadena o en un sistema al interior del cual remite al otro, a los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias. Un juego tal, la différance, ya no es entonces simplemente un concepto, sino la posibilidad de la conceptualidad, del proceso y del sistema conceptual en general” (Derrida 1989: 46). Todo proceso significativo o simbólico emerge entonces en la relación de significaciones; es agregativo en el sentido de los órdenes emergentes de Parsons. Las significaciones pueden mutar o permanecer como institución simbólica, pero no hay un interior que regule su exterioridad y que indique la ‘desviación simbólica’ en relación a la cosa en sí.

Visto en estos términos, las distinciones de Parsons entre objetos primarios y objetos secundarios, entre objeto principal y objetos-medios, y entre designatum y objeto simbólico, pueden ser reevaluadas. El símbolo emerge como resultado de la diferencia en el plano de la significación, se institucionaliza por esa diferencia; cambia la relación, cambia también la significación. La indicación de un designatum, de un objeto primario o principal, es parte de la significación misma del símbolo, de la constelación de significados que produce, y no su centro de control. Si así fuera, ninguno de los sistemas de acción podría incorporar novedad o variedad en sus estructuras simbólicas. De ahí que en Parsons los conceptos de obligación y aceptación estén reservados para la conformidad con el designatum en que se transforman las pautas de orientación de valor preestablecidas. Por ello, además, se requiriere recurrentemente tematizar la variación como conducta desviada, es decir, como un objeto primario extraño que debe ser significado como anomalía porque no contribuye a las metas del intercambio solidario, sin que quede al menos abierta la posibilidad de una aceptación de estructuras de expectativas diferenciadas de la moda que se encuentran en formación.

Siendo estas distinciones parsonianas tan cercanas al modelo significado/significante, sufren sus mismas limitaciones y pueden constituir un obstáculo para dar cuenta de la emergencia de constelaciones simbólicas como formas sociales autónomas y complejas. En primer lugar, presuponen la existencia de un mundo previo que habría que representar en la sociedad; segundo, impulsan a pensar en la significación como un relato desfigurado de ese mundo; tercero, no permiten tener en consideración que el objeto-mundo (y todo objeto) puede formarse como una designación significativa de la sociedad al interior del sistema social; cuarto, perciben al sentido y la significación como entidades discretas y no como efectos de diferencia; quinto, ponen la medida de la adecuación simbólica en los “significados intencionales, que les otorgó algún actor” (Parsons et al. 1970: 82), es decir, en una metafísica de la presencia que subvalora el efecto emergente sociedad y el propio intercambio simbólico que está a la base de la teoría parsoniana de los medios; y sexto, contradicen las reflexiones del propio Parsons en torno al carácter emergente agregativo de los medios como mecanismos institucionalizados de coordinación social.

b) Otra consideración relevante para una teoría de los medios es la interpretación que Derrida aporta sobre el lenguaje. Esto se conecta con la perspectiva habermasiana sobre la temática. Como se ha dicho, objeto de la crítica deconstructiva de Derrida es el paradigma de la filosofía de la conciencia que atribuye al lenguaje un rol representativo de la interioridad psíquica de los sujetos. Derrida reformula el rol del lenguaje como teoría de la significación diferencial de signos sobre la base de los conceptos de huella, arqueo-escritura y différance. Por una vía distinta, Habermas critica también a la filosofía de la conciencia por su fundación en la distinción sujeto/objeto que instrumentaliza a la naturaleza y la sociedad a través de una representación objetiva del mundo (conocimiento) orientada a un actuar objetivante sobre él (intervención). A este modo de operación, Habermas opone la racionalidad comunicativa de una “relación intersubjetiva que entablan los sujetos capaces de lenguaje y de acción cuando se entienden entre sí sobre algo” (Habermas 1992: 499).

Al menos desde el segundo Wittgenstein, la objetivación representativa del mundo en el lenguaje había sido puesta en cuestión. El desplazamiento que hace Habermas de la filosofía de la conciencia hacia la teoría de los actos de habla como medio lingüístico donde puede tener lugar el entendimiento, entronca con este giro. Para una comprensión pragmática del lenguaje, la función representacional o referencial de los enunciados no es lo esencial, sino sus consecuencias para la organización la interacción (Derrida 1997a). La primera de estas consecuencias es la renuncia a la presuposición de un mundo dado y la apertura a un mundo construido en la interacción lingüísticamente mediada. Con esto, la teoría de los medios de Habermas logra lo que a Parsons se le escapa: desligarse de la relación a un designatum prefijado con lo que la simbolización queda contenida en el lenguaje mismo, pues el lenguaje ordinario, por su asiento en el mundo de vida, ofrece la posibilidad de distinguir entre significados de manera contextual: “en cuanto empezamos a introducir variaciones en los supuestos de fondo […] nos damos cuenta de que las condiciones de validez, aparentemente invariables respecto del contexto, cambian de sentido, es decir, de que en modo alguno son absolutas” (Habermas 1992: 430). Un mismo enunciado puede significar distinto en contextos distintos, es decir, significan en un juego sistemático de diferencias, en el sentido de Derrida: la significación se hace relativa a la escritura de la huella y su posibilidad de espaciamiento y juntura.

La segunda consecuencia puede tornarse más radical y llegar a la disolución del sujeto en la pragmática de los actos de habla lingüísticos. Cuando el lenguaje ordinario se formaliza al punto de transformarse en una estructura de control de la pragmática empírica (por ejemplo para detectar los casos de comunicación sistemáticamente distorsionada), es el enunciado el que comienza a ‘hablar’, no el sujeto; deja de haber hablante y oyente, y más bien aparece un habla emergente despresencializada. Para Habermas, sin embargo, habría un límite a esta despresencialización del habla: la forma pura o ideal de acto ilocucionario, en el que la pretensión de validez siempre puede ser cuestionada por los sujetos en base a razones y contraargumentada del mismo modo. A este nivel sin embargo, las razones no pueden ser puramente subjetivas, sino que deben ser justificadas sobre un sentido práctico-moral reconocible en el mundo de vida (Habermas 1992: 386). La razonabilidad comunicativa del sujeto viene entonces preformada en un sistema de pretensiones de validez que está a la base de la diferenciación de los actos de habla (Habermas 1992: 407). Pero a no ser que se quiera sostener que la validez de ese sentido práctico-moral tiene un origen natural –o que, por el contrario, es justicia de vencedores (Derrida 2002)–, entonces también ha debido generarse ilocucionariamente en el lenguaje ordinario y estabilizarse simbólicamente en los mundos de vida como criterio de validez de las buenas razones. Las buenas razones no pertenecerían así al sujeto, sino que ya estarían precontenidas en la constitución simbólica del mundo de vida. Los sujetos tendrían que traerlas correcta y oportunamente al habla cuando el orden simbólico del mundo de vida que las funda se ve amenazado. Habermas lo pone del siguiente modo: “la razón comunicativa no se limita a dar por supuesta la consistencia de un sujeto o sistema, sino que participa en la estructuración de aquello que se ha de conservar” (Habermas 1992: 507). Con esto, lo que prevalece para una teoría de los medios simbólicos no es la razonabilidad de las razones que puedan aducir los sujetos en una situación ideal de habla, sino la constitución simbólica sobre la cual deben basarla, la que de este modo los antecede y se posa sobre ellos cuando la preservación de la consistencia interna de los distintos mundos de vida lo requiere (criterio de agregabilidad parsoniano de los órdenes emergentes). Dicho de otro modo, la intersubjetividad constitutiva de los mundos de vida –implícita, holísticamente estructurada e incuestionable (Habermas 1992: 430)– adelgaza al extremo la subjetividad del sujeto en aras de la preservación de los condicionamientos apriorísticos del mundo de vida.

Puestas las cosas de este modo, una afirmación de Derrida cobra alta relevancia para una teoría de los medios simbólicos. En su discusión con Saussure, Derrida trae al análisis la idea de lo arbitrario del signo propuesta por el lingüista. Derrida concuerda con el sentido originario de la categoría en cuanto a que el significante no depende de la libre elección del hablante, pues esto remitiría la significación a una presencia. Sin embargo, expresa su distancia de otras connotaciones que pueda evocar el concepto de arbitrariedad, como si se tratara de pura espontaneidad o algún tipo de emanación. Derrida prefiere el concepto de huella instituida, esto es: “la retención de la diferencia en una estructura de referencia donde la diferencia aparece como tal y permite así una cierta libertad de variación entre los términos plenos” (Derrida 2003: 61). Y agrega a esto una declaración oscura: “La huella instituida es ‘inmotivada’ pero no caprichosa” (Derrida 2003: 60). La inmotivación de la huella remite a la ausencia de un significado natural, a la ausencia de un otro del significante que fuese su significado-origen. Pero si esa ausencia no es caprichosa, entonces tampoco está entregada a sí misma, porque no puede haber ausencia en sí misma. A ella sólo se la adivina por los ‘términos plenos’ que se diferencian de la institución de la huella como inscripción deslindante, y que logran disimular su como tal, su en sí, porque la huella junta y separa inmotivadamente desde siempre. Ha sido siempre una deriva de significaciones que se disimula en la cosa misma (‘implícita, holísticamente estructurada e incuestionable’), porque así se hace evidente a la experiencia intuitiva, como por ejemplo se hace evidente en las autoevidencias del mundo de vida.

Un mundo de vida no es entonces (no puede ser) un a priori en el giro derrideano. No es. Deviene en su significación, siempre disimulada en consistencia implícita, holísticamente estructurada e incuestionable. Un mundo de vida es simbolización como cualquier otro entorno simbólico; no tiene el privilegio de lo simbólico precisamente porque también es devenir significativo, devenir inmotivado de la institución de la huella de la que emergen signos e íconos que desarrollan un orden simbólico. Es decir, no hay naturalidad sobre la que se funde un medio simbólico. La cosa misma, la certeza cultural, el momento de lo obviamente propio, nuestro, es un signo que difiere y deriva desde siempre en la autonomía del dominio y juego simbólicos: “Por lo tanto –indica Derrida– sólo hay signos desde que hay sentido […] Desde la apertura del juego estamos en el devenir inmotivado del símbolo” (Derrida 2003: 64-65).

c) La inmotivación del símbolo es un tema relevante cuando se lo contrasta ahora con la relación de acoplamiento que se establece en la teoría de los medios de Luhmann entre selección social y motivación individual. Los medios simbólicos probabilizan el éxito de ese acoplamiento, y con ello, el éxito de la comunicación como selectividad coordinada (Luhmann 1991). El problema que ahora se propone para una teoría de los medios es la relación entre inmotivación simbólica (Derrida) y la diferencia selección social/motivación individual (Luhmann). Como se ha visto, la inmotivación simbólica de Derrida apunta a la disociación del símbolo de un trasfondo natural, de la cosa misma, o como tal. En la tradición reconstruida por Derrida (la metafísica de la presencia), esta instancia final es la conciencia, el estado del alma en la formulación aristotélica. En una actualización sociológica se trata de la figura del sujeto o del individuo como fuente de toda significación, en la línea del gemeinten Sinn weberiano. La inmotivación simbólica apunta a la imposibilidad de encontrar un sustrato último al sentido, porque aun en la pregunta por él se hace visible la ausencia constantemente presente de la iteración de la huella, del juego y del devenir simbólico inmotivado. Como se ha planteado en estas páginas, la sociología contemporánea ha reflexionado en torno a esta ‘inmotivación’ de lo simbólico a través de la categoría del orden emergente de lo social, es decir, su irreductibilidad a componentes y su autonomía objetual, temporal y social (Luhmann 2007; Parsons 1968a; Archer 1995).

En la formulación luhmanniana, lo social es orden emergente. De la autopoiesis de alter y ego emerge la comunicación como una selectividad coordinada de las operaciones clausuradas de uno y de otro que se estabiliza evolutivamente en constelaciones simbólicas y sistemas sociales (Luhmann 2007). Selectividad coordinada significa en este contexto el acoplamiento de la diferencia entre selección social y motivación individual. La motivación individual no es vista, sin embargo, como una transferencia volitiva de la conciencia a la sociedad, al modo de la psicología social clásica. Si la sociedad es un orden emergente, entonces ella no puede venir modulada en el registro de la conciencia. La doble contingencia (de individuo y entorno social) más arriba reseñada explica esta imposibilidad, y levanta como problema la oscilación independiente de individuo y sociedad, de motivación y selección. La ‘transferencia volitiva’ queda así reespecificada como una coordinación improbable entre los motivos internos (de alter y ego) y lo que Parsons (1968a) llamaba la situación, o en términos luhmannianos, entre sistema (alter, ego) y entorno (contexto o situación). Como acoplamiento de ambas, los medios simbólicos probabilizan esta improbabilidad a través de un condicionamiento de la selección en tanto limitación estructural de lo posible, que se transforma a su vez en un factor de motivación (Luhmann 1998b). ‘Limitación estructural de lo posible’ no significa en este caso determinación, sino constricción en el sentido de los órdenes emergentes de Archer. Las constelaciones simbólicas diferenciadas que producen los medios no predefinen selecciones específicas, sino que indican a qué motivaciones del sistema (motivaciones individuales) pueden corresponder selecciones socialmente exitosas, es decir, habilitan, nuevamente en el sentido de los órdenes emergentes de Archer. En palabras de Luhmann: “Los medios de comunicación simbólicamente generalizados ofrecen un nexo novedoso de condicionamiento y motivación. Hacen que la comunicación –en su ámbito respectivo, por ejemplo en la economía monetaria, o en el uso del poder de los cargos políticos– se sintonice a condiciones tales que elevan las expectativas de aceptación aun en el caso de tratarse de comunicaciones ‘incómodas’ […] Al institucionalizarse estos medios de comunicación simbólicamente generalizados se amplía el umbral de no rechazo de la comunicación —rechazo muy probable cuando se impulsa la comunicación a ir más allá del ámbito de la interacción entre presentes.” (Luhmann 2007: 156)

La selección social, en este sentido, encuentra, toma por asalto a una motivación individual y la hace correspondiente a una cadena de selección, o secuencia de acción, exitosa (incluso ante la ‘incomodidad’ de pagar impuestos o de realizar trámites burocráticos). De este modo, la motivación no supone una forma de causación del individuo hacia la sociedad, sino que es la sociedad la que encuentra un correlato apropiado en las motivaciones individuales para la atribución de la selección que de todos modos se realiza. La selección social puede igualmente no encontrar esa motivación en cada individuo (se puede no pagar impuestos o evitar la burocracia mediante sobornos), con lo que para aquellos se actualizan en el nivel simbólico otras estructuras de expectativas que generan variación social y nueva formación de sistemas. Para que todo esto suceda, los individuos deben actuar o vivenciar (realizar proyectos en el sentido de Archer), con lo que también ejercen sus poderes causales sobre las constelaciones simbólicas, las que de todos modos, por su carácter emergente, mantienen su devenir inmotivado, o autónomo.

La motivación no es entonces el origen de la selección social (no es la presencia tras el símbolo), tanto como la selección tampoco es origen de la motivación. Ambas se encuentran en la mediación simbólica y ambas conservan su autonomía y propia temporalidad. Se trata de una selección social inmotivada, es decir, de una deriva de sentido en el individuo y la sociedad que se sintoniza de modo eventual sobre el trasfondo de una oscilación constante (del juego de la huella o de la différance, en sentido derrideano). De este modo, la motivación puede entenderse en Luhmann antes que como volición, como una fórmula de aceptación de una u otra cadena simbólica: esa y no otra motivación se corresponde con esa y no otra selección, y eso vale para todo acoplamiento de selección y motivación. La aceptación no podría entenderse en estos casos a la manera de una imposición fáctica, precisamente porque es producto de una motivación interna: la motivación a aceptar la oferta de selección, o a aceptar otra oferta si en el primer evento no se produce el acoplamiento. En los términos de Luhmann: “Se puede aceptar una comunicación exigente si se sabe que su selección obedece a determinadas condiciones; y, al mismo tiempo, el que da a conocer una exigencia puede, al seguir estas condiciones, acrecentar la probabilidad de aceptación y con ello alentarse a sí mismo a la comunicación” (Luhmann 2007: 249).

VI

En la sección I, han sido descritos los criterios que Parsons, Archer y Luhmann establecen para entender lo social como un orden emergente. Las secciones II, III, IV y V, han revisado la reflexión sobre medios simbólicos en Parsons, Habermas, Luhmann y Derrida. En esta última sección, busco sintetizar los resultados del cruce entre los criterios de emergencia de lo social y los medios simbólicos con la pretensión de plausibilizar la hipótesis acerca del carácter emergente de los medios simbólicos para el manejo de la complejidad social.

A modo de resumen, se puede indicar que para Parsons los órdenes emergentes muestran fundamentalmente dos propiedades: una relacional, que permite la referencia mutua de los individuos entre sí, y que por tanto maneja los problemas de doble contingencia, y otra  agregacional, que indica que el carácter propio de un orden emergente no se puede inferir a partir de los unity-acts ni del marco de referencia. Para Archer, en tanto, los órdenes emergentes tienen propiedades constrictivas (constraining) y habilitantes (enabling). Mediante las primeras, un orden emergente ejerce poderes causales no determinísticos sobre los proyectos de los agentes; mediante los segundos, los agentes pueden movilizar sus propios poderes causales no determinísticos para influir en la transformación de las estructuras. Finalmente, en el caso de Luhmann, la emergencia supone un condicionamiento selectivo de las estructuras sobre los individuos quienes se acoplan motivacionalmente a este. La evaluación de la teoría de los medios simbólicos a partir de la presencia o ausencia de estas propiedades de los órdenes emergentes, puede sintetizarse en el siguiente cuadro.

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La propiedad de relacionabilidad se satisface en la observación parsoniana de los medios fundamentalmente en los rendimientos de intercambio que ellos posibilitan entre los distintos espacios del paradigma de las cuatro funciones, sea en el nivel del sistema social, del sistema general de la acción y de la condición humana. Igualmente, el cumplimiento de las expectativas de gratificación de ego en relación a la acción de alter es posible gracias a la mediación e intercambio simbólico entre los distintos sistemas de acción. En el caso de Habermas, la relacionabilidad producida por los medios tiene lugar en tres niveles: en el nivel sistémico coordinación de acciones instrumentales con arreglo a fines, en el nivel del mundo de vida como interacción comunicativa sobre la base del lenguaje ordinario, y entre sistema y mundo de vida a través del intercambio de legitimación y obediencia generalizada que permite el derecho. Para Luhmann, en tanto, la relacionabilidad se produce en dos órdenes: como acoplamiento de selectividad social y motivación individual, y como coordinación de las vivencias y acciones de alter y ego en situaciones de doble contingencia. Y en Derrida, la relacionabilidad emerge de la huella como condición de conceptualidad, de significación y de lenguaje, en ausencia de una presencia última que dirija el devenir simbólico.

La propiedad de agregabilidad de los órdenes emergentes propuesta por Parsons, es ambigua en el propio Parsons para el caso de los medios simbólicos. Por cierto Parsons entiende que los medios se estabilizan institucionalmente, y al hacerlo, sus rendimientos no son directamente dependientes de los unity-acts. Son, en este sentido, agregativos como constelaciones de significado que combinan catécticamente un objeto principal y objetos-medios. Pero es precisamente esta referencia a un objeto principal la que en Parsons parece hacer demasiado dependientes a los medios simbólicos de un objeto primario que se entiende como referencia última del símbolo generado. Esta ambigüedad parsoniana en torno a la propiedad emergente de la agregabilidad desaparece en Habermas. Los medios de control tienen la propiedad agregativa en tanto sintetizan múltiples acciones racionales con arreglo a fines de interés empírico en sistemas autorregulados (economía y poder administrativo); la tiene también el medio lingüístico en tanto permite un consenso racional que no es reductible a las posiciones de las partes. La propiedad de agregabilidad en el caso de los medios simbólicos luhmannianos, se satisface en tanto estos forman constelaciones de significado por medio del enlace de un evento comunicativo a otro, constelaciones que se estabilizan en forma de estructuras de expectativas. Estas estructuras mediáticas, al igual que el lenguaje o los medios de control habermasianos, tampoco son reductibles a las vivencias y acciones de alter y ego, aunque mediante ellas las primeras pueden ser agregativamente transformadas. Para una aproximación derrideana por último, la propiedad agregativa del símbolo se expresa en el carácter contextualmente diferencial de la significación, lo que hace impracticable su reducción a una presencia.

Los órdenes emergentes se caracterizan también por sus propiedades de constricción y habilitación. La primera se hace visible en Parsons en la medida en que los medios de intercambio están institucionalizados en el sistema social y normativamente anclados en el sistema cultural (jerarquía cibernética). La acción debe orientarse por estos parámetros. De no hacerlo corre el riesgo de ser calificada como conducta desviada y sancionada por mecanismos de control. Para Habermas la constricción se presenta en forma de supresión de la base lingüística en los medios sistémicos de control, como obediencia generalizada al derecho para sistema y mundo de vida, y como sujeción de los elementos vivenciales del sentido a la pragmática formal de los actos de habla en aras de la preservación de la consistencia interna de los mundos de vida. En el caso de Luhmann, la propiedad constrictiva de los medios simbólicos se asienta en el principio de la limitación estructural de lo posible: los medios ofrecen un rango de posibilidades de selección social exitosas y desincentivan escapar a esos marcos. Para Derrida en tanto, la constricción simbólica como orden emergente se observa en la institución de la huella inmotivada. El devenir simbólico diferencial provocado por la huella no admite una intromisión de la conciencia en el sistema de significación en tanto la vía del lenguaje está también sometida a la arqueo-escritura. La conciencia, de este modo, queda sujeta a las posibilidades significantes que abre el devenir simbólico inmotivado.

La propiedad emergente de la habilitación (enablement), se verifica en Parsons en tanto los medios circulantes pueden constituir un entorno relativamente estable y satisfactorio para que ella tenga lugar, a través de la creación, mantención, movilización y combinación de elementos de solidaridad para el sistema social. Es decir, alter puede obtener gratificación de su relación mediatizada con ego. Para Habermas, la habilitación sólo tiene lugar en el medio lingüístico del mundo de vida. Especialmente a través de la pragmática formal del acto de habla ilocucionario, los sujetos pueden acceder (vía acción comunicativa) a entendimientos intersubjetivos, los que por medio de su institucionalización en derecho pueden incluso modular las dimensiones sistémicas autorreguladas. Por su parte, al no estar basados en el lenguaje ordinario, los medios de control no disponen de una propiedad habilitante. Algo similar puede decirse del derecho en tanto este exige una obediencia generalizada. Sin embargo, la evaluación aquí puede ser más ambivalente, pues el derecho también opera como habilitante para el mundo de vida, en tanto permite la construcción de derecho legítimo a través del denominado principio D. En tanto, en la reflexión derrideana sobre la simbolización, no parece haber mucho espacio para una propiedad estrictamente habilitante en el nivel de la acción. Para encontrar algo en esta línea habría que escapar a la teoría del devenir simbólico y complementarla con una teoría de la deconstrucción. La deconstrucción, sin embargo, tampoco es producto de un proceso reflexivo consciente del sujeto en el sentido de que estos queden, por efecto de las propiedades emergentes del símbolo, habilitados para deconstruir. Como indica Derrida: “La deconstrucción tiene lugar; es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se deconstruye […] Está en deconstrucción” (1997b: 26 –cursivas JD). La propiedad –se podría decir– negativamente habilitante de la deconstrucción está en su apertura al porvenir, a la incalculabidad del otro, “o sea de la relación con el otro como lo que viene y quien viene” (Derrida 1997b: 38 –cursivas JD). Es negativamente habilitante porque la deconstrucción no predetermina la modalidad de acceso, la deja abierta a la inconmensurabilidad del otro y a la incertidumbre del futuro. En ello precisamente radica la posibilidad de un qué-hacer de otro modo.

La propiedad de condicionamiento selectivo de los órdenes emergentes opera de una manera similar a la constricción: define un rango de selecciones posibles. Para una teoría de los medios simbólicos como constelaciones emergentes de sentido, esto aporta una mayor especificidad. En el caso de Parsons hay condicionamiento selectivo en los rendimientos de input y output entre los cuadrantes del AGIL que los medios de intercambio posibilitan. El poder en el sistema social, por ejemplo, especifica decisiones hacia la comunidad societal y ubicación de recursos hacia la economía. El compromiso valórico en tanto, aporta legitimación de dominio a la política y legitimación de lealtades hacia la comunidad societal (Parsons 2007). Es decir, se trata de rendimientos específicos que condicionan selectivamente el intercambio simbólico. En el caso de Habermas, los tipos de acción (instrumental, estratégica, comunicativa) vienen condicionados por las estructuras del medio lingüístico formuladas en términos de actos de habla. Asimismo, tanto el funcionamiento del sistema como de las esferas de acción en el mundo de vida se someten al condicionamiento selectivo de un derecho positivo legítimo de base democrática. En Luhmann este condicionamiento selectivo no opera sólo para el derecho, sino para todo medio simbólico como probabilización del éxito de la comunicación en la relación de vivencias y acciones de alter y ego. Los medios aportan un material significativo estabilizado por el cual las acciones y vivencias se guían para lograr coordinación social. En Derrida en tanto, el condicionamiento selectivo está inscrito en la arqueo-escritura como posibilidad de toda significación. Si la escritura no puede ser entendida representativamente, es decir, como un derivado del lenguaje y en último término de la conciencia, tal como lo hizo la metafísica de la presencia, entonces ella selecciona en sí misma: como arqueo-escritura opera diferencialmente condicionando la significación del lenguaje, de la propia escritura y del sentido. La arqueo-escritura es condición selectiva de la posibilidad del sentido.

La última propiedad de los órdenes emergentes, la de acoplamiento motivacional, se presenta en la teoría de los medios de Parsons como una motivación adecuada que es formulada por una orientación motivacional de tipo evaluativo consonante con las pautas institucionalizadas en el sistema social y catécticamente generalizada. La motivación se ejerce entonces, desde el punto de vista de los medios simbólicos, como aceptación del condicionamiento selectivo. Algo similar se reproduce en Habermas. En este caso, tanto los medios de control, el medio del derecho como el medio lingüístico, operan sobre la base de la aceptación. La motivación empírica que regulan los medios de control se asienta en una aceptación actitudinal (catéctica) generalizada por parte de los individuos. Ella no es lingüística, pero no por ello menos simbólica; es actitudinalmente simbólica. De otro modo, el intercambio que generan no podría ser suficientemente motivador como para tener lugar. Esta catexis generalizada hacia los medios de control no es producto del entendimiento, pero sí del ahorro de información, de tiempo y de disensos que suponen el riesgo de interrupción de la acción. Ello provoca aceptación actitudinal (pre-lingüística si se quiere) que constituye al medio de control como medio simbólico.

Por su parte el medio del derecho, tal como Habermas lo formula, promueve una obediencia generalizada. En tanto legítimo, el derecho se acepta. Pero puesto que puede haber derecho ilegítimo, siempre pueden existir buenas razones para oponerse al derecho vigente (origen no-democrático, instrumentalización). La fórmula entonces se debe invertir: en tanto se acepte, el derecho es legítimo, pues la no aceptación, la no-motivación hacia el derecho es un indicador del cambio o del desacuerdo en relación a las condiciones de base de su legitimidad. La pregunta es entonces qué hace aceptable su legitimidad. Con ello se llega a la acción comunicativa operada sobre el trasfondo del entendimiento en el medio lingüístico. Pero incluso en este caso se trata de la aceptabilidad de las buenas razones como factor de motivación –es decir, de aceptación, tanto para ego como para alter– del entendimiento o éxito ilocucionario del acto de habla respectivo. En palabras de Habermas: “Llamaremos ‘aceptable’ a un acto de habla cuando cumple las condiciones necesarias para que un oyente pueda tomar postura con un sí frente a la pretensión que a ese acto vincula el hablante. [Se trata de] condiciones del reconocimiento intersubjetivo de una pretensión lingüística que, de forma típica a los actos de habla, establece un acuerdo […] sobre las obligaciones relevantes para la interacción posterior” (Habermas 1992: 382). La aceptabilidad de la obediencia generalizada al derecho no es distinta a la aceptabilidad de las obligaciones del acuerdo: en ambos casos ella es exigible, de manera generalizada en el primero, dirigida a las partes del acuerdo en el segundo. Y en ambos casos también la aceptación puede revocarse, sea por la eventual corrupción del derecho, o por la conducta estratégica de una de las partes del acuerdo. Es decir, el acuerdo tampoco es legítimo en sí, sino que lo es en tanto es aceptado, en tanto opere exitosamente la mediación simbólica del lenguaje a través de actos de habla que movilicen un acoplamiento motivacional como aceptación. La argumentación racional sólo parece ser un Träger de la eficacia simbólica del medio, no su fundamento.

En la perspectiva de Luhmann ahora, la propiedad de acoplamiento motivacional de los órdenes emergentes, se observa en que los medios logran conectar las vivencias y las acciones de alter con las vivencias y acciones de ego. Los medios simbólicos deben ser lo suficientemente motivadores como para que alter se sienta impulsado a aceptar una vivencia o una acción de ego como correspondiente a su propia vivencia o acción. Puesto en términos parsonianos, alter debe poder sentir gratificadas su vivencia o su acción, sea con una vivencia o con una acción de alter. Cuando las vivencias o las acciones de alter encuentran una vivencia o acción de ego apropiadas, entonces se reproduce la motivación a continuar la relación en el sentido experimentado. Las constelaciones significativas de medios simbólicos son las que promueven esta continuidad, especificando cuáles son las vivencias o acciones de ego que pueden ajustarse a las vivencias o acciones de alter, es decir, especificando en expectativas simbólicamente condensadas los rangos de aceptabilidad de vivencias y acciones de uno y otro. Al éxito de este acoplamiento le es inherente la motivación individual de vivenciar o actuar de un modo determinado y de esperar del otro vivencias y acciones correspondientes: de motivarse a una discusión científica aceptando la vivencia de la verdad científica de alter, a una relación íntima actuando en conformidad con la vivencia de alter, a una transacción económica aceptando vivencialmente una acción de pago, o a una relación política aceptando la acción de ego como indicador de la motivación de alter por evitar el uso siempre posible de la violencia física.

Finalmente, al igual que en el caso de la propiedad de habilitación de los órdenes emergentes, la de acoplamiento motivacional es difícil de encontrar en el marco de la reflexión derrideana sobre la significación. La propia idea de devenir inmotivado del símbolo evidencia esta dificultad. Estando toda significación sujeta a la arqueo-escritura, cualquier posibilidad de la motivación individual de influir en la formación de estructuras sólo puede presentarse como una reliquia de la vapuleada metafísica de la presencia. Una vez más, habría que escapar a la teoría del devenir simbólico para encontrar referencias a estas materias.

En la idea derrideana de justicia esto es posible. Justicia es la experiencia de lo incalculable. Se opone al derecho porque no puede ser reducida a una regla general o a un sistema de prescripciones regulatorias aplicable de modo universal. La justicia es infinita; infinita pero no universal: “infinita porque irreductible, irreductible porque debida al otro; debida al otro, antes de todo contrato, porque ha venido, es la llegada del otro como singularidad siempre otra” (Derrida 2002: 58). Justicia es una motivación inasible para un regla modal, es motivación a la aceptación plena del singular, del otro por el hecho trivial de que el otro ha llegado: “Es una relación que respeta la alteridad del otro y responde al otro, a partir del hecho de pensar que el otro es otro” (Derrida 1999: 98). Esta motivación es previa a toda simbolización pues no requiere situar al otro en un contexto de significaciones para decidir su aceptación o no-aceptación. La justicia no es binaria; es una epojé: ‘aquí viene, lo acepto’. Es aceptación de la motivación a aceptar, por tanto no primeramente motivación, sino aceptación. El devenir inmotivado del símbolo puede posteriormente posicionar al otro en constelaciones de referencia diversas, puede hacerlo calculable, no sólo para el derecho como sujeto de derecho, sino también para la política como ciudadano, para el amor como amante, para el conocimiento como descripción. Pero en ninguno de esos casos se es justo con el otro, precisamente porque se lo ha modalizado en sujeto, ciudadano, amante, o descripción; ha sido entregado al devenir inmotivado del símbolo. Sería materia de otro análisis el definir si el ejercicio deconstructivo, aplicable sobre todo cálculo, sobre toda estructura simbólica autoestabilizada, puede ser entendido como una pretensión de búsqueda de la aceptación de la motivación a aceptar al otro como otro, previa a la simbolización. Sin este ejercicio sólo se puede concluir que la deriva inmotivada del símbolo oscurece el acoplamiento entre significación y motivación en el caso de Derrida.

Del análisis realizado, se puede observar una alta transversalidad de la teoría de los medios cuando se la entiende como conceptualización del carácter emergente de lo social. Los medios simbólicamente generalizados, como constelaciones de sentido específicas, cumplen para (casi) todos los casos, con las propiedades que la teoría sociológica interesada en el análisis de la complejidad social, define para los órdenes emergentes. Los medios simbólicamente generalizados son, en este sentido, órdenes emergentes de lo social, órdenes autónomos, irreductibles a elementos de niveles inferiores y con alta capacidad para el procesamiento de la complejidad en sociedades modernas. Constituyen, de esta manera, un pilar central en el marco de los esfuerzos integrativos de la teoría sociológica contemporánea.

Nota

Agradezco los comentarios del Dr. Daniel Chernilo a este texto. Sus errores u omisiones son de responsabilidad del autor.

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Recibido el 8 Oct 2009
Aceptado el 29 Nov 2009

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Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X