Cinta de Moebio: Revista de Epistemología de Ciencias Sociales

Carrera, J. (2017) Entre lo imaginario y lo real. Teorética y reflexividad para una antropología de lo imaginario. Cinta moebio 59: 143-156. doi: 10.4067/S0717-554X2017000200143

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Entre lo imaginario y lo real. Teorética y reflexividad para una antropología de lo imaginario

Between the imaginary and the real. Theoretical and reflexivity for an anthropology of the imaginary

Juan Carrera (patriciocarrera.a@gmail.com) Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Católica de Temuco (Temuco, Chile) ORCID: 0000-0003-0026-6565

Abstract

This article is a theoretical and epistemological critical approach to the arguments supporting the imaginary as a fundamental dimension of social life and, consequently, of the studies of the social. The first part tries to establish a sociological and anthropological definition of the imaginary through the symbolic experience, determined by the social behaviour. Secondly, the imaginary is understood as an archetypal morpho-semantic system, constituting a model that changes culturally. Subsequently, it establishes a dimension for a new display of the anthropological object, defined between the social fact (unquestioned) and the symbolic experience, giving emphasis to meanings and social representations. Finally, it addresses the homo simbolicus as the basis of subjectivity and objectivity, where their interpretations and cognoscence stands as the foundation of all social praxis. It concludes with a reflection on the scientific possibilities of a social anthropology of the imaginary as a necesity for research in a meta-empirical society.

Key words: social imaginary, social anthropology, symbolism, social representation, archetypes.

Resumen

Este artículo pretende un acercamiento teórico-epistemológico y crítico-reflexivo a las bases que sustentan lo imaginario como una dimensión fundamental de lo social y, en consecuencia, de los estudios de lo social. En un primer momento trata de una definición socio-antropológica de lo imaginario a través de la experiencia simbólica y determinada por la conducta social. En segundo lugar, se identifica lo imaginario como un sistema arquetípico morfo-semántico, constituyendo un modelo transmutable culturalmente. Posteriormente, se establece una dimensión particular para una nueva visualización del objeto antropológico, uno definido entre el hecho social (lo incuestionable) y la experiencia simbólica, dándole énfasis a las significaciones y representaciones sociales. Finalmente, aborda al homo simbolicus como fundamento de la subjetividad y objetividad, donde sus interpretaciones y cognoscencia se erigen como fundamento de toda praxis social. Concluye con una reflexión sobre las posibilidades científicas de una antropología social de lo imaginario como necesidad investigativa en una sociedad meta-empírica.

Palabras clave: imaginario social, antropología social, simbolismo, representación, arquetipos.

Introducción

Aproximarse a una antropología de lo imaginario es vislumbrar las cualidades fundamentales de la experiencia social, es introducirse en el sistema que gobierna semánticamente la conducta cultural o, en algún sentido, la sintaxis del pensamiento y la creatividad. Es trascender a la “herencia cultural” y sumergirse en nuevas perspectivas epistemológicas sobre las formas de construir conocimiento antropológico, uno que responda a una sociedad perpetuum mobile, inundada de dinamismo y nuevas formas de experimentar el mundo.

De esta forma, es necesario plantear una perspectiva reflexiva sobre el objeto antropológico, dotando a la estructura social, instituciones y relaciones sociales, de cualidades morfosemánticas, es decir, comprender que el imaginario social es inherente a los hechos, en tanto lo imaginario se erige como parte de los procesos ideológicos y representaciones sociales, donde la representación “se convierte en una herramienta primordial para la investigación social. De ahí que lo que se conozca de las sociedades no sea la realidad sino una representación de ellas” (Agudelo 2012:5). De esta forma, en este artículo se intenta vislumbrar lo imaginario como generatriz en las prácticas cotidianas, sociopolíticas o sacro-sociales, donde lo observable no es el imaginario en sí mismo, sino su incidencia en las representaciones sociales, las construcciones ideológicas, las creencias, la tradición o las acciones sociopolíticas, pues las representaciones sociales, como se ha dicho antes, se suscitan tras la comprensión de un habitus socio-imaginario como proceso interpretativo, lo cual se expresa en el mundo cotidiano. Así, es necesario aportar mediante la teorética social, una interpretación de lo imaginario, una tentativa que nos manifieste los límites y posibilidades de un abordaje antropológico a esta estructura global de engranajes oscilantes: la sociedad posmoderna.

Por otro lado, la circunspección de la antropología en el estudio de lo imaginario, fundamentalmente responde al histórico planteamiento antitético entre idealismo y materialismo que ha conducido a la construcción de una dicotómica fortaleza histórico-occidental; la separación entre el espíritu y la materia, propio germinal del cartesianismo, donde podemos recordar las formas de superstición epistemológica en Gregory Bateson, divididos por la noción del espíritu y su fuerza de acción por sobre la materia, y el mecanicismo reduccionista que explica la materia cuantitativamente. No obstante, la condición humana no puede resumirse a una exterioridad, al “objeto”, es decir, es necesario comprender que “el ser humano es un ser poseído de una naturaleza propiamente imaginante. Ya en el pensamiento griego, Aristóteles encontraba serias dificultades al tratar de clarificar el estatuto cognoscitivo de la phantasmata, difícilmente ubicable tanto en el dominio de la sensación como en el de la intelección” (Carretero 2003a:177). De modo que, para nuestros fines, se planteará una relación sociológica entre lo imaginario (en tanto modelo) y la realidad (en tanto cúpula de fenómenos sociales), y cómo estos elementos son trascendentales en el estudio antropológico, donde lo real debe comprenderse como impregnado de lo imaginario y no como una existencia independiente, dotando de una estructura de sentido a la practicas sociales.

El imaginario sociocultural, hacia una definición antropológica

Indiscutible es la variedad semántica del concepto imaginario, por lo que es necesario situarse desde un espectro de las ciencias sociales para establecer que no estamos hablando desde psicologismos, pues se entiende la importancia individual en la acción humana capaz de interpretar símbolos inherentes a cualquier contexto cultural, configurando las facultades individuales más próximas al concepto de imaginación, inclusive la fantasía imaginaria lacaniana y el arquetipo imaginario (en su aproximación al inconsciente) de Carl Jung, que por lo demás es fundacional, pero se distancian del argumento central de este artículo, por cuanto para la antropología la capacidad de simbolizar elementos abstractos de la realidad constituye formas fenoménicas pertinentes en el estudio de la experiencia humana en sociedad, es socialización, y por tanto trascendentes en el abordaje científico de lo social, pues la antropología no deja de ser una ciencia descriptiva de lo real, en tanto un colectivismo le de forma. Así, cuando nos referimos a lo imaginario desde una perspectiva antropológica, aludimos a una serie de puntos esenciales en la comprensión de los fenómenos sociales, donde la producción de imágenes, sus propiedades y el impacto que alcanzan en el contexto social de forma conjunta y asistemática colisiona en la mente del individuo y en la vida social, son “concepciones precientíficas, la ciencia ficción, las creencias religiosas, las producciones artísticas que inventan otras realidades (pintura no realista, novela, etc.), las ficciones políticas, los estereotipos y prejuicios sociales, etc.” (Wunenburger 2008:13), que desde una dimensión sociológica de la imaginación constituyen elementos que configuran respuestas a las necesidades materiales y simbólicas humanas.

Desde la complejidad, el concepto imaginario reviste un orden polisémico por excelencia, es la incertidumbre cognoscitiva de comprender un componente esencial de la cultura; la memoria, las creencias o las tradiciones de los grupos en relación a un contexto determinado, vale decir, las formas de ser y hacer de los individuos. Sin embargo, nos dice Jean-Jacques Wunenburger, que la dificultad de conceptualizar este término es debido a la indiferencia epistémica que subyace al desarrollo del imaginario con un significado determinado, pues se tiende a relacionar a mentalidad, mitología, ideología, ficción, temática, imaginería, entre otros. No obstante, según el autor, podemos definir lo imaginario como aquel “conjunto de producciones mentales o materializadas en obras a partir de imágenes visuales (…) y lingüísticas (…) que forman conjuntos coherentes y dinámicos que conciernen a una función simbólica en el sentido de una articulación de sentidos propios y figurados” (Wunenburger 2008:15). El imaginario, entonces, se constituye en tanto las referencias semántico-simbólicas ejercen su acción práctica manifestada a través de las llamadas redundancias perfeccionantes, esto en términos de la antropología de Gilbert Durand, las cuales implican tres dimensiones: los símbolos rituales se manifiestan a través de (a) la redundancia gestual, b) los mitos y sus derivados se revelan a través de la redundancia lingüística y c) el símbolo iconográfico es símbolo en tanto haya una redundancia respecto de su imagen, donde estas tres dimensiones “hablan de un contenido invisible, de un Más Allá, de un valor que establece un ‘sentido’, contrariamente a lo que sucedió con el pensamiento occidental que redujo la imaginación y la imagen a simples vehiculadores de falsedades y produjo una extinción simbólica” (Franzone 2005, párrafo 9). Entonces, estas redundancias se constituyen en formas de acción social, la imaginación, significación o la trascendencia discursiva, de modo que lo imaginario en antropología debe siempre concebirse como un sistema complejo que se complementa entre la imagen, el relato, la interpretación y los hechos, y no debe vérsele atomísticamente: “ Lo imaginario es (…) una categoría fundamental que permite entender el conjunto de la cultura, desde las obras de arte a las representaciones racionales” (Vicente 2015:192).

Para Cornelius Castoriadis, el imaginario social comprende las prácticas y representaciones que hacen referencia a las construcciones identitarias de un grupo sociopolítico, en sentido de pertenencia, normativa, significaciones, aspiraciones y narrativas, donde las formas simbólicas del imaginario hacen posible las relaciones entre las personas, las imágenes y los objetos: “se trata de algo así como un magma que todo lo impregna” (Girola 2007:49). También, entiende Castoriadis, que la indeterminación de la especie humana no radica en elementos metafísicos, biológicos u otra naturaleza, dotando al ser humano-social de responsabilidades en la configuración de formas de convivencia mediante las instituciones imaginarias de la sociedad, como formas intersubjetivamente aceptadas: “pues los conglomerados humanos incorporan códigos compartidos en el pensar, el decir y el actuar. Esto es válido para cualquier tipo de sociedades, constituyendo lo que conocemos como cultura, en un claro sentido histórico‐social” (Aravena y Baeza 2015:152). Es decir, el imaginario social es instituido, pero a su vez instituyente. De igual manera, a través de la interacción social siempre surge una respuesta a una relación entre un signo y su intérprete (desde un espectro sociosemiótico). Podríamos verlo desde cómo el significante social se transforma en significado y se materializa a través de la interpretación de su imagen (entendiendo la relatividad del significante). Es decir, no podemos perder de vista la tríada semiósica que subyace todo evento cultural, donde las respuestas imaginarias se transmiten a través de la interpretación, lo cual constituye un esquema para interpretar la realidad social legitimada socialmente y determinada históricamente, es más: “el imaginario social viene dado en el bestiario que acompaña la cultura” (Cegarra 2012:6).

Por otro lado, desde un espectro durkheimniano, lo imaginario es desde su origen algo “social”, considerando que la materialización simbólica, lo empírico, subsume cualquier posibilidad hermenéutica de las particularidades, donde las cualidades imaginarias solo pueden constituirse desde y para lo social. Dice el sociólogo: “las representaciones, las emociones, las tendencias colectivas, no tienen por causas generatrices ciertos estados de las conciencias particulares, sino las condiciones en que se encuentra el cuerpo social en su conjunto” (Durkheim 2011:134), es decir, la “función de un hecho social debe buscarse siempre en la relación que tiene con algún fin social” (Durkheim 2011:139). Sin embargo, hemos de comprender que lo social de las instituciones imaginarias no puede reducirse a explicaciones casuísticas, por lo que para la antropología el estudio de lo imaginario debe radicar en las condiciones materiales, pero también simbólicas de la existencia concreta, vale decir, el entendimiento, las emociones y los deseos de las personas que conducen a la acción social, donde una dimensión es desencadenante de la otra, por lo que no podemos hablar de un imaginario social (universal), sino de imaginarios y dimensiones sociales donde la relatividad radica en la diversidad y los sentidos compartidos que los grupos sociales experimentan. Lo imaginario nos “sugiere una forma más interesante de conocimiento que el conocimiento de hechos perceptibles” (Strauss 2006:339).

Una interesante propuesta es la que nos ha aportado Gilbert Durand con el trayecto antropológico, donde “lo imaginario consiste en ese trayecto en el que la representación del objeto se modela por los imperativos pulsionales del sujeto. Por medio de dichas representaciones el sujeto se acomoda al medio objetivo” (Castro 2012:56). Fundamentalmente, estos procesos interactivos nos sirven como reflejo de la existencia, pues, la sustancia simbólica como metavariable de las expresiones humanas sustenta las categorías esencialistas en la significación de la realidad.

Desde una perspectiva socioantropológica, dice Manuel Antonio Baeza, el concepto de imaginarios sociales establece la figuración de formas interpretativas de nuestro entorno que otorgan posibilidades a determinadas interpretaciones de la realidad social “en la medida en que dicha interpretación -en sus grandes rasgos- es socialmente compartida” (Baeza 2008:105). Charles Taylor nos dice que el imaginario va más allá de la reflexión intelectual de la realidad, es decir, sale de los parámetros noéticos para insertarse en el mundo como una imaginación de la existencia social misma, de las formas de interacción social, los fenómenos y la ideología en el mundo cotidiano, distanciándose de una relación estricta con la teoría social, siendo una clase de entendimiento común que propicia la información de las prácticas de la vida social y dice: “tenemos una idea de cómo funcionan las cosas normalmente, que resulta inseparable de la idea que tenemos de cómo debe funcionar y el tipo de desviaciones que invalidarían la práctica” (Taylor 2006:38). Es decir, el imaginario funciona en una temporalidad fáctica y normativa.

Así, desde una conceptualización antropológica, teniendo como phatos la reflexividad y la imaginación antropológica, podemos aventurarnos a determinar que el imaginario sociocultural va más allá de la imaginación, fantasías o subconscientes, pues trasciende, se constituye como el spectrum (tanto referente)que en significación determina las formas de la conducta social a través del consenso social y la socialización. Una dinámica que se configura por las mitologías, la moral, la experiencia noética y las instituciones que gobiernan toda cultura, comprendidas como fundamento del orden y el caos, y que mantienen el equilibrio social y se visualizan a través de la praxis y de la experiencia simbólica de la realidad mediante de las dimensiones redundantes de la cultura. Esta definición nos posiciona en un punto de partida para desarrollar un corpus teórico-metodológico en el estudio antropológico de lo imaginario.

El imaginario social: arquetipo del pensamiento social y factor en la constante redefinición cultural

En las sociedades actuales existe una efervescencia por la re-definición identitaria. Hoy no se puede reducir la identidad a un sistema simbólico unitario y una significación central, como plantearía Durkheim en su comprensión de lo social. No obstante, percibir esta universalidad (de sentido) es inadmisible en las estructuras culturales de hoy, pues se desenvuelven “en un bricolage micromitológico fluctuante desposeído de un centro” (Carretero 2003b:4). Es decir, esa falta de integración respecto a la estructura normativa de la sociedad (anomia durkheimniana), ha acabado por penetrar los sistemas culturales, donde, si existe un absoluto, podemos decir que es la diversidad, la liquidez o lo dinámico, que se erige como base de toda “resignificación” sociocultural, provocando la discusión sobre los fundamentos de lo arquetípico del imaginario social. Concepto proveniente de un camino teórico psicoanalítico desarrollado por C. G. Jung, donde hasta el día de hoy podemos comprender los arquetipos como una estructura “memorística” de la mentalidad compuesta por referentes orientadores de una visión multidimensional del mundo. Es decir, “que en las distintas construcciones socio-imaginarias existiría algo así como una suerte de reminiscencia colectiva” (Baeza 2008:113) que orienta las mentalidades sociales en un orden primario establecido (o remotamente establecido). De igual forma, la diversidad identitaria no es sino el reflejo de esta pluriversidad cultural, donde asoman múltiples esquemas interpretativos de la realidad. Es el tiempo identitario que menciona Castoriadis, donde una sociedad identifica el tiempo histórico mediante signos con la finalidad de sentirlo propio, una rememoración-significación de hitos que confluyen en un sentido comunitarista, la unificación del grupo. De otro modo, “la sociedad -o los grupos humanos- legitima en forma colectiva todo aquello que estima que es la realidad, en los términos de plausibilidad socialmente compartida, reconociéndola como la realidad” (Baeza 2011:84).

De esta forma, el imaginario sociocultural permite poner atención a la dimensión meta-social, aquella que explica los cambios complejos de la variación y constante metamorfosis cultural, pues, en antropología debemos comprender que la vida social es perpetuum mobile, donde pareciese que una estructura imaginaria inmutable (en tanto forma) regula la fluidez del contenido, es decir, los aspectos dinámicos de la cultura, como la manifestación de fenómenos sociales. Este mecanismo arquetípico se nutre de una fuerza semántica que adquiere sensibilidad cada vez que las narrativas de la imaginación se plasman en el mundo empírico, donde las divergencias explosivas no son sino los fundamentos del cambio social. Una característica de este perpetuum mobile, como fundamento del mundo social posmoderno y su liquidez, son las modas (entiéndase el fundamento de discursividad que trasciende en diversos espectros culturales), donde en movimientos antitéticos la sociedad, fundamentada en deseos y anhelos, produce fricción por un sentido de pertenencia arraigado en la necesidad de originalidad y particularidad, es decir, “el sueño de pertenecer y el sueño de la independencia; la necesidad de respaldo social y la demanda de autonomía” (Bauman 2013:24). Se ve hoy en los nuevos movimientos sociales o en las resignificaciones y adherencias identitarias como fundamento de una emancipación en tiempos de discursos de particularismos y autonomías.

Por otro lado, la cualidad imaginativa, llámese ficticia, ideal o utópica, nos da a entender J. P. Sartre, no deja de tener su correlativo noemático, pues esa nada, esa irrealidad que se manifiesta en la conciencia imaginativa pretende ser una negación del mundo en perspectiva relativa, vale decir, no es una nada antitética de lo existente, sino constituyente de la realidad, pues el poder no-empírico del imaginario es fecundante de su libertad, y comprendiendo que toda situación de conciencia concreta está inundada de imaginario, este es siempre una superación de lo real: “La negación es el principio de toda imaginación y no puede cumplirse totalmente si no es precisamente por un acto de imaginación” (Sabugo 2016:34). Es, en esencia, la posibilidad de la emergencia de nuevas formas culturales (por ejemplo, el mito como raíz meta-narrativa), es la configuración estructural de los procesos cognoscitivos que confluyen en las nuevas formas de comprensión cultural, la aprehensión del mundo. Michel Maffesoli lo ha planteado muy bien, exponiendo al imaginario como aquella posibilidad de vigorizar esta utopía movilizando la potencia social, lo que arremete en el cuestionamiento del orden establecido: “Esto se produce porque, en realidad, el ensueño, lo imaginario, el mito, canalizan las aspiraciones sociales a través de la dimensión simbólica” (Carretero 2003c:202).

Estos movimientos culturales son desencadenados a través de una forma cultural universal: el ritual. La nueva tribalización de las sociedades posmodernas, más allá de la caducidad de la modernidad, manifiestan la vigencia del rito como una carótida de los pueblos, pues se configura la dialéctica entre identidad y ritualidad. Bien lo plantea Pascual Lardellier, en su teoría del lazo ritual, donde afirma la permanencia ritual en el mundo globalizado, pues si estos no se reivindican como tales, manifiestan sus aspectos estructurales y buscan sus efectos. Esta teoría “coloca los ritos, en su sentido amplio, como ‘crisoles’ en los cuales individuos y comunidades vienen a afirmar identidades, pertenencia y legitimidad institucional y social” (Lardellier 2015:19). Es decir, la celebración ritual de nuevos valores comulgados mediante el culto profano configura nuevas formas de adoración de lo sagrado a través del pensamiento simbólico y los mecanismos del lazo social, ofreciendo una visualidad del cambio y teniendo como fundamento la fuerza simbólica de lo público.

De este modo, comprenderemos lo caótico del mundo posmoderno, en tanto el cambio constante le es inherente, es la reafirmación del poder irracional de los pueblos, del regreso del pensamiento mítico, de la ensoñación, de un raciovitalismo (en términos de Carretero Pasín)donde como dice Balandier: “El pensamiento científico plantea las preguntas, el pensamiento mítico da las respuestas, las explicaciones que no se sitúan evidentemente en el mismo registro de la interrogación erudita” (Balandier 1994:17). Donde una de las complejidades de las ciencias de la cultura ha sido justamente estudiar la realidad invisible, no obstante, los imaginarios sociales se manifiestan en aquellas representaciones de la colectividad que más allá de construir y conservar formas identitarias, propician la integración social, rigen sus sistemas y, con ello, hacen visible esa invisibilidad de la realidad. Lo imaginario: “Tiene que ver con las visiones del mundo, con los metarrelatos, con las mitologías y las cosmologías, pero no se configura como arquetipo fundante sino como forma transitoria de expresión, como mecanismo indirecto de reproducción social, como sustancia cultural histórica (Pintos 1995:111). Por ello, es su “materialización” en la experiencia social la que nos demuestran una inherencia entre lo imaginario y las prácticas sociales, donde su observación debe centrarse en la materialización discursiva y las representaciones efectivas, pues los “imaginarios son matrices de representación (…) son la sustancia del significado” (Gomez 2001:198).

De este modo, la posibilidad de una antropología de lo imaginario radica, primero que todo, en una fenomenología de lo arquetípico y una hermenéutica de la imaginación, para, posteriormente, concentrarse en aspectos metodológicos, que, por cierto (aunque fundamentales), no son parte de este análisis. No obstante, es indudable una interacción entre la hermenéutica-simbólica, sociología de lo cotidiano, antropología social y sociosemiótica para dilucidar el corpus metodológico necesario en el estudio de los imaginarios sociales, la posibilidad interdisciplinaria de conocer más allá.

El objeto de la antropología desde lo imaginario

Por otro lado, cuando llega el momento de enfrentarnos a la disyuntiva de definir el objeto de la antropología, naturalmente la corriente de la ambigüedad nos arrastra cual madero rio abajo. Pues la intención de separar lo que en esencia está estrechamente relacionado, y le da forma a una sociedad, se debe a esta dicotomía histórica, donde en el marco objetivista del positivismo, que fundamenta las ciencias sociales modernas, no existe mucho espacio para una hermenéutica antropológica, para una fenomenología de lo imaginario o, por qué no, una poética de la cultura, entendiendo esta última como una estructura sociolingüística en su praxis social. Desde este punto de vista, en necesario comprender ciertos elementos que constituyenen interioridad el objeto antropológico, a decir, aquellos mecanismos que propician el nacimiento y funcionamiento discursivo, lo institucional-imaginario y las transmutaciones estructurales que hacen de las sociedades, históricamente comprendidas desde una lógica pragmática, un complejo sistema de imaginación y acción social inundado de empirismo, pero también de experiencia simbólica. Esto se reduce en el exilio de las estructuras imaginarias de la sociedad, confinando su expresión a una dimensión social alterna, en tanto no se asocia, imperativamente, a un contexto sociocultural y sus formas de interacción humana. Es decir, para las ciencias socioantropológicas de orden positivista, las estructuras imaginarias de la sociedad tienden a caer en una categoría relativa y apocada, al darle estas un sentido unidimensional a las manifestaciones humanas y la conducta cultural, lo empírico y comparable.

Para poder aventurarnos a enunciar un significado del “objeto” de una antropología estudiosa de lo imaginario, es necesario establecer la existencia de una diversidad disciplinaria en la conceptualización de un “objeto antropologizado”, a decir, la urdimbre que compone el campo de investigación teórico-práctico de la antropología, y que, en consecuencia, construye una diversidad conceptual en el estudio antropológico. La diversidad científica de la antropología hace necesario explicitar a qué nos referimos cuando queremos definir este objeto, pues las ciencias antropológicas pueden comprenderse entre antropología cultural/social, aplicada, médica, urbana, del desarrollo, histórica, sociolingüística, física (biológica), paleontología humana, forense y genética de la población. También se añade la arqueología, donde sus especialistas tienen la posibilidad de estudiar ampliamente la evolución secuencial sociocultural a través de los vestigios del pasado. Antropología es la aprehensión del conocimiento cultural, donde para el antropólogo “el único modo de alcanzar un conocimiento profundo de la humanidad consiste en estudiar tanto las tierras lejanas como las próximas, tanto las épocas remotas como las actuales” (Harris 2011:25).

Entendiendo que no es necesario explicitar cada dimensión exploratoria de la disciplina, aquí trataremos de manera general lo que podemos comprender como una construcción epistémica del objeto de la antropología sociocultural relacionada a una realidad bidimensional sentenciada por la tradición racionalista-positivista y la hermenéutica a deambular por caminos yuxtapuestos. Pues, a grandes rasgos, constituyen dos dimensiones inteligibles de la realidad social, necesarias al momento de realizar nuestras representaciones cualquiera sea su fundamento teórico, pero, no obstante, solo son partes de lo que pudiésemos considerar al concebir la realidad de un modo holístico, complejo o sistémico. Entonces, hemos de comprender que nuestra atención se proyecta en comprender analíticamente las posibilidades de visualizar un objeto antropológico que, desde una perspectiva sociocultural, complemente el estudio descriptivo (etnográfico) y analítico de todo el conjunto de tradiciones y comportamientos socialmente aprendidos, sirviéndonos de resultados importantes en la comprensión y explicación cultural, que bajo ciertas perspectivas teórico-metodológicas nos otorgan las posibles causas y efectos de los modos de vida social, las relaciones sociales, las identidades, la conducta social, la diversidad, las modas, el plurietnicismo, la globalización, la migración o, desde una perspectiva interpretativista, las construcciones-significaciones simbólicas, la representación social, el ritual, el discurso, entre otros.

Bajo este lente, se puede decir que el objeto antropológico es quizá el concepto más utilizado en las escuelas de antropología. Sin embargo, su uso omniabarcante y posiblemente inacabado, es consecuencia de su consustancial complejidad, lo que conduce este objeto a ser casi una abstracción, pues su pragmática en ningún caso nos entrega la naturaleza de su hermenéutica, y nos otorga una visión sesgada y simplificada de un objeto generalmente atribuido al acontecimiento, al hecho social, lo que aproxima peligrosamente a la antropología a una “ciencia de los hechos”, pero omitiendo un lado tan complejo como real, el imaginario, el tan desdeñado sensus communis, considerando -a priori- que esta dualidad constituye la realidad social, no como una interpretación, sino como una esencia. En efecto, toda praxis social tiene una relación con un proceso imaginario, comprendiendo que el hecho no es sino la manifestación práctica de algo más profundo: los sentidos, la percepción y la interpretación o la semántica, teniendo la necesidad, inclusive, de considerar el proceso semiósico (relación entre signos, objetos e intérpretes) como un fenómeno cultural fundamental, pues: “Lo imaginario y lo real se acaban confundiendo en una fluctuante simbiosis que conforma la íntima naturaleza de la realidad social” (Carretero 2003a:182). Por otro lado, científicamente, la complejidad de lo real siempre ha sido reducida a lo observable, donde, por ejemplo, para Niklas Luhmann la observación cae en una categoría de distinción, es decir, la totalidad social se constituye en base a todo lo observable en virtud valoraciones diferenciantes. Y pues, las categorías de subjetividad consideradas “metafísicas” son causa de omisión y se piensa que tienden a relativizar el resultado objetivo de la investigación. No obstante, dirá Malinowski, el “problema de si admitimos o no que existe la ‘conciencia’, las ‘realidades espirituales’, los pensamientos, ideas, creencias y valores, como realidades subjetivas en el espíritu de los demás, es esencialmente metafísico. No veo razón para que no sean usadas tales expresiones, que se refieren directamente a mi propia existencia, teniendo en cuenta que en cada caso son perfectamente definidas a través de la conducta exteriorizada, susceptible de observación, físicamente comprobable” (Malinowski 1984:44).

Así, es menester una aproximación a la construcción imaginaria social como un sistema arquitectónico de la realidad y, con ello, lograr penetrar lo empíricamente distinguible que ha sido el fundamento histórico de las ciencias antropológicas e inmiscuirse en las construcciones ideológicas, epistemológicas e imaginarias, que han transformado un objeto en sujeto, dotando de nuevos fundamentos epistémicos a una búsqueda ontológica: la naturaleza de los fenómenos sociales.

La tradición cientificista de la disciplina tiende a concebir la realidad como materialidad, la experiencia objetiva, y los procesos imaginarios como subjetivos (por todo lo dicho anteriormente). Este fenómeno no ha sido para sus fines desacertado, pues los resultados han posicionado un lugar merecido a la antropología dentro de las ciencias sociales y se ha solidificado como un conjunto de teorías y métodos científicos destinados al estudio descriptivo de los hechos sociales observables en busca de certezas, objetividad y generalizaciones. No obstante, no nos podemos deshacer de un espectro tan complejo como fascinante, donde se enmarca el esquema estructural que da cuenta de las posibilidades de relación de los individuos con su entorno, la semántica en su contexto, donde nos daremos cuenta de las posibilidades investigativas en las representaciones sociales, en la memoria y la significación, lo cual no es otra cosa que la raíz morfosemántica de las formas culturales, pues siguiendo a Clifford Geertz podemos comprender la dimensión semiótica de la cultura (si no lo fuera en su totalidad), donde esta no es sino una compleja trama de significaciones, pues no podemos simplemente dividir tajantemente sus dimensiones en busca de una certeza. Dice Geertz: “a la vez que la conducta humana es vista como acción simbólica -acción que, lo mismo que la fonación en el habla, el color en la pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música, significa algo- pierde sentido la cuestión de saber si la cultura es conducta estructurada, o una estructura de la mente, o hasta las dos cosas juntas mezcladas” (Geertz 1992:24)

Finalmente, hemos de comprender que hoy la antropología puede redirigir su mirada, y por qué no, su “imaginación”, hacia la construcción de un objeto de estudio amalgamado de conceptualidades, donde lo imaginario no sea un foco excéntrico de atención. Es decir, alejarse de la “cosa” y tomar una relación conceptual como enfoque antropológico concreto y reflexivo, y con ello, una perspectiva útil al estudio del conocimiento práctico de la sociedad, donde la antropología “pretende abarcar totalidades (holismo) como parte de la paradoja de una ciencia total del género humano que dejaba de lado las realidades más conspicuas del hombre contemporáneo” (Gravano 2016:28). El acercamiento imaginario-simbólico es una pretensión de aproximación a lo cotidiano en su máxima expresión.

El homo simbolicus, epistemología y subjetividad

No podemos finalizar este análisis reflexivo sin dedicar un apartado al sujeto, al actor o al agente social, pues todo se reduce a una dimensión filosófica y hermenéutica-simbólica. En antropología, la construcción del sujeto nace desde las más naturales incertidumbres científicas y filosófico-ontológicas respecto al Ser en el mundo social. Esto nos conduce a intentar indagar más allá de lo empíricamente distinguible, es intentar estudiar las formas de conocimiento que subyacen la conducta cultural, es filosofía, es el gnothi seauton (conócete a ti mismo) platónico o hegeliano, es la diferencia entre el ego y la alteridad, donde más allá de explicar un hecho social-empírico intentamos acceder al conocimiento que subyace a toda representación, y como los actores sociales constituyen la verdad mediante esta representación, pues todas las producciones humanas no llegan a ser consumidas sin ser mediadas por el intelecto: “no existe praxis alguna de la que no se apodere” (Barthes 2009:229). Así, las ciencias sociales han tendido a reconfigurar el sentido de las significaciones sociales a “una categoría ontológica equivalente a la de los hechos de la naturaleza” (Jáuregui 2001:3), donde la antropología social suele objetivar y normativizar la subjetividad de la realidad. Entonces, no es otra la intención de una antropología de lo imaginario que vislumbrar la vivencia sociocultural, la aprehensión del mundo de los actores sociales, sus interpretaciones, en relación inherente a los hechos y sus significaciones dadas por la interioridad y la condición arquetípica propia de una conciencia y una memoria social. Es una constante dialéctica entre subjetividad y objetividad.

Para Gilbert Durand en Las estructuras antropológicas de lo imaginario, el absolutismo positivista sobre la realidad contribuye a omitir el componente imaginativo de los sujetos en tanto estos buscan una explicación del mundo que se les impone incomprensiblemente, donde los sujetos configuran un sistema creativo, imaginario y simbólico para otorgarle sentido a su existencia, que fundamentalmente incide, a posteriori, en la materialización de dicha existencia para visualizar un mundo comprensible: “A juicio de Durand, existiría una condición propiamente trascendental de lo imaginario, una función eufémica, nacida de la necesidad por parte del hombre de conjurar su indigencia existencia, de hacer frente a la condición trágica de su destino” (Carretero 2003d:104). Esta relatividad sobre los acontecimientos sociales nos otorga un piso teórico sobre el carácter social de la interpretación, es decir, entramos en una disyuntiva sobre la naturaleza autentica del imaginario social, como fin último, por cuanto la experiencia por más individual y subjetiva que se manifieste no deja de ser social respecto a las representaciones del mundo, donde las estructuras de pensamiento no solo se enmarcan en la interpretación del sí mismo y del Otro, sino que va más allá, radica en la percepción de valores, moral, política, ética, etcétera, por lo que la estructura socio-imaginaria está en estrecha relación con los hechos que configuran nuestra realidad a través de las cualidades interpretativas del homo simbolicus y el spectrum como referencia modélico-semántica. Más aún, podemos recordar la figura de las estructuras estructurantes, como un corpus teórico-reflexivo respecto de las formas simbólicas como base modélica de la sociedad. Es decir, los conflictos sociales, entiéndanse como lucha de clases, roles, status, religión o política, confieren su razón de ser a estructuras mentales y de clasificación que se ajustan a las estructuras sociales; ideologías, donde las fuerzas específicas del poder simbólico se manifiestan bajo las formas irreconciliables (misrecognizable) de sentido, tal como lo ha hecho la tradición estructuralista, pues esta “privilegia el opus operatum, las estructuras estructuradas” (Bourdieu 1979:79). Así también, los imaginarios funcionan como legitimador colectivo de las construcciones sociales de la realidad “en los términos de plausibilidad socialmente compartida, reconociéndola como la realidad” (Baeza 2011:84), donde todo se reduce a la interpretación de una estructura compartida de significaciones respecto a esquemas relativos a la conducta social. Es decir, las instituciones y la función simbólica como vértebras de la realidad.

De este modo, el potencial campo de la antropología de lo imaginario no pretende mantener la bifurcación entre el positivismo y la hermenéutica, ya lo hemos comprendido así desde el verstehen de la sociología interpretativa weberiana, o la búsqueda de la verdad como fundamento de la posibilidad de las múltiples formas de la experiencia social en H. G. Gadamer, ampliando el espectro de las ciencias sociales. De comienzo, nos cobijamos en la complejidad y virtud de la inherencia simbólica del individuo en sociedad, pues “el símbolo evoca el sentido trascendente y absolutamente irrepresentable; configura y transforma, sin embargo, esas imágenes de sentido (Sinnbilder) en las que cuajan los conocimientos, las conductas, los valores, las fantasías, la sabiduría (…) conforman la perpetua transformación de nuestra identidad” (Solares y Lora 2001:13). Siendo esencial como parte de las perspectivas científicas del estudio de lo social.

Entonces, se ha potenciado colosalmente la visualización de un sujeto enajenado de sí mismo mediante su acción socializante, lo que significa que el “sujeto social” es la determinación de una conceptualización fundamental, la conducta social. De esta manera, la subjetividad permanece neutralizada y desdeñada por las metodologías científicas, encontrando una verdad que no es individual, sino que es un reflejo del mundo manifestado en un acto coercitivo. Esta dimensión de conocimiento, no es una construcción genuina y localizada en cierto contexto, sino que es el resultado del discurso y otros factores epistemológicos que son explicados por las mismas ciencias, donde es innegable la formación de una verdad que transmite parámetros del conocimiento asumidos como una totalidad, una dimensión absoluta de la naturaleza humana esparcida por las ramas del conocimiento científico racional-positivista.

De este modo, y ahondando un poco en la ontología del sujeto, se visualiza aquí la posibilidad antropológica de estudiar al sujeto hermenéutico (entendido como aquel en relación subjetiva con el mundo) con igual posibilidad que uno epistémico (cognoscente), entendiendo este último portador de un conocimiento objetivado de la realidad que se fundamenta -principalmente- a través de la explicación científica y empirista lógica. Ahora bien, el sujeto hermenéutico, o interpretativo, no debe comprenderse solo como una existencia pre-epistémica, sino como un sujeto capaz de modelar esta estructura imaginaria de pensamiento, estructura que hace caer al sujeto en una red sistemática de significados, pues para Ernst Cassirer el hombre no crea la realidad, sino que la interpreta, siendo su conocimiento último una realidad interpretada a través del ordenamiento del caos de impresiones recibidas.

La organización de una estructura caótica de impresiones de realidad, por parte de los sujetos, configuran el cambio social, es decir, no crea realidad ni la reproduce, la moldea de acuerdo a resignificaciones arquetípicas de la mentalidad social. En esto no bastaría con conformarse con la observación (de cualquier índole), sino que se debe construir un esfuerzo por llegar a la interpretación de aquellos significados que conforman el mundo social para los sujetos, a través del lenguaje, la ética, estética, moral, creencias, etc., pues para Geertz el hombre deambula entre una red de significados que constituyen la cultura, por lo tanto, la ciencia no encontraría las respuestas que la interpretación sí. No obstante, este cometido no es fácil, pues como dice el mismo Geertz: “Renunciar al intento de explicación de los fenómenos sociales que los entrelace a grandes texturas de causas y efectos para optar por otra que trate de explicarlos situándolos en marcos locales de conocimiento significa sustituir una serie de dificultades bien definidas por otras mal definidas” (Geertz 1994:14). Independiente a la pretensión universalista de la interpretación geertziana, no podemos perder atención a todas las posibilidades de inteligibilidad de la cultura, donde las prácticas y la conducta social en un determinado contexto nos conducen a buscar esquemas de cultura a través de las formas simbólicas.

Así, la intersubjetividad es ineludible en el campo de la antropología, lo cual es trascendente en una interpretativa, o una sociolingüística, por cuanto las nociones de las significaciones podemos encontrarlas en los que Ernst Cassirer denomina filosofía de las formas simbólicas. Esta perspectiva antropológica-filosófica dice que la característica esencial del hombre no es su naturaleza metafísica o física, sino su obra, y es esta obra el sistema de actividades humanas que define a la humanidad, es la variabilidad en las formas de expresión humana, pues, el hombre “no puede vivir su vida sin expresarla” (Cassirer 2013:328). Entonces, lo que aquí se manifiesta es una necesaria comprensión holística de la cultura para comprender e interpretar las funciones básicas que dan forma a estas construcciones sociales, es la manifestación de la relación entre lo imaginario y los hechos sociales, relación que no debe reducirse a una dicotomía por conveniencia, pues, son los individuos en relación a las formas simbólicas quienes dan sentido a una organización de la cultura, tanto sistema re-estructurable o trasmutable, y no se debe limitar su abordaje a las posibilidades unívocas de los enfoques científicos, donde debemos dejar de ver a la sociedad como que “por naturaleza solo encuentra su unidad bajo el dominio de un rey o una ley antigua” (Taylor 2006:191), en este caso, manifestando la unidimensionalidad de la explicación científica. Sin embargo, también hay que reconocer que los hechos no solo pueden ser atendidos desde una comprensión interpretativa. De este modo, la antropología debe, antes que todo, comprender todas las posibilidades del sujeto en sociedad y, por otro lado, comprender el rol funcional que otorgan las significaciones sociales y las formas simbólicas como constructores de identidades y fenómenos colectivos, para ahí expandir las posibilidades en el complejo trabajo de explicar la condición humana.

A modo de conclusión

Los procesos críticos en la teorética antropológica de hoy, no son otra cosa que la posibilidad de expandir las formas de conocimiento científico-social, es dejar atrás los debates sobre explicación y comprensión, la crítica al imperativo en la vedad de Vico (Verum et factum), lo objetivo y subjetivo, el cogito cartesiano, lo cualitativo y cuantitativo, entre toda la retórica. Es desmoronar las bifurcaciones que han hecho de esta disciplina un conjunto de herramientas orientadas-ordenadas por ciertas escuelas paradigmáticas al servicio de fines ajustados a cierto tiempo y espacio, es parte de un telos radical en las perspectivas de los nuevos modelos de antropología, una fundamentada por la interacción, la perspectiva del actor, las estructuras sociales e imaginarias y los fenómenos y perspectivas sociales actuales, comprendiendo las posibilidades entre la diversidad teórica y metodológica que, en relación, pudiesen otorgar una perspectiva reflexiva y multidimensional de los fenómenos culturales que hacen de las sociedades hoy un complejo enmarañado de relaciones simbólicas y prácticas.

No obstante, no debe perderse el foco de la descripción e interpretación etnográfica y la observación participante, es decir, tener en perspectiva la autoridad antropológica, la etnografía, como dice Rosana Guber, el estar allí, pues, es ahí “donde modelos teóricos, políticos, culturales y sociales se confrontan inmediatamente” (Guber 2011:20) creando una relación reflexiva entre el investigador y el grupo estudiado para aprehender las formas estructurales conceptuales que hacen inteligible la conducta comunicativa y las relaciones sociales. Pues la identidad de la disciplina se sustenta en sus categorías epistemológicas y la intencionalidad de su praxis, que no tiene más propósito (hoy) que representar la realidad y contribuir al conocimiento científico y sociocultural mediante procesos interactivos de construcción de conocimiento (emic-etic). Así, la teorética de lo socioimaginario nos transmite la necesidad de retomar estos elementos como fundamentales en la condición humana, por cuanto la conducta social no se restringe a su empirismo, sino a su matriz, su función y sus efectos en un mundo de relaciones y divergencias. Es menester, entonces, considerar los principios teóricos planteados acá como aporte a un emergente corpus que se acopla a las necesidades de una antropología social de lo imaginario, pues esto comienza con la redefinición de un “objeto” que dé cuenta de los problemas conceptuales y morfológicos que una sociedad simbólica experimenta. Es aventurarse al mundo de las reflexiones, las interpretaciones, descripciones, trabajo de campo, y lo más importante, traducir los fenómenos simbólicos que subyacen a la conducta social a través de la relación con los propios actores, es transcribir sus pensamientos, sus ideas y su percepción de la realidad como parte de nuevos modelos del quehacer científico social.

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Recibido el 9 Feb 2017
Aceptado el 4 Abr 2017

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Cinta de Moebio
Revista de Epistemología de Ciencias Sociales
ISSN 0717-554X